Tengo un vecino, de esos que tenemos casi todos, que cuando me lo cruzo en la escalera, suelta un inapreciable gruñido a modo de saludo (digo yo que será), que si me mira lo hace con el mismo asco que si mirase a una rata muerta y que jamás le he escuchado el sonido de la voz, porque es como si el pobre no tuviera palabras.
Pues hete aquí que el gruñidor de marras ha coincidido esta mañana conmigo en el descansillo, esperando al ascensor. Yo, que hace lustros, me cansé de desearle los buenos días a su persona y al aroma del café mañanero y recién hecho de los demás moradores del edificio, le he mirado de abajo hacia arriba y le he clavado la mirada para que leyese el mensaje que mis ojos le lanzaban: "¡Imbecil!". Él, pasando por alto la lectura, como si aquello no fuera con su persona, me ha vomitado en plena cara un "Feliz Año Nuevo", que me ha dejado petrificada, con el dedo pegado al botón de llamada del ascensor, que como siempre que hace falta, ha tardado una eternidad en llegar.
Seguidamente, como impulsada por un miedo atroz a ser perseguida por la voz del feroz vecino, he aporreado la puerta con ambas manos y he gritado poseída por una sensación extraña de incomodidad: "¡Ascensor!". Y el Imbécil ha esbozado una media sonrisa y más estirado que nunca, ha vuelto a vomitar cuatro palabras: "¡Tranquila, mujer. Ya llegará". De mis ojos han salido sapos, culebras y cuchillos afilados que se han clavado en los suyos, me he atrevido a levantar una ceja, a modo de interrogación y he pensado que no podía ser buen presagio, toparme con el Imbécil parlanchín, el lunes 9 de enero a las 9 de la mañana, antes de enfrentarme a la aburrido rutina tras las vacaciones: "¿Qué tramas, Gruñidor de la escalera?", hubiera querido preguntar.
Por fin, el añorado ascensor ha llegado y ambos nos hemos introducido en la caja. Me he arrinconado en una esquina y sólo al llegar al portal, animada por la claridad de la mañana, me he atrevido, con un hilillo de voz, a decir: "¡Adiós, buenos días!". Me he avalanzado al aire fresco de la calle, acelerando el paso. Él caminaba más despacio, tras de mi. Un poco más adelante me he cruzado con su antónima: una mujer todo dulzura que desborda cariño y simpatía: su santa esposa, que hay que ser muy santa, para aguantar a semejante cardo, sin que se se le caiga la sonrisa que exhibe a perpetuidad. Siempre he pensado que esta buena mujer se ha ganado un puesto en los altares. "¡Hola! ¡Buenos días!", nos hemos saludado al unísono y la santa, a la cual tampoco había visto desde el año pasado, se ha detenido, acariciándome en brazo y me ha deseado un "¡Feliz Año!" caluroso y como por arte de birlibirloque, se han esfumado los malos presagios. A mi me ha salido la risa floja y envalentonándome le he soltado: "Mira, Eugenia, me rio porque he ido a toparme con uno de esos que te hablan una vez al año, porque creen que deben hacerlo. que hasta he pensado que me traería mala suerte. Pero mira, con lo maja que tú eres, se ha esfumado el mal fario". Ella se ha reído a carcajadas: "¡Qué cosas tienes! Pero no te falta razón, que esa gente te jode el día. Hay cada borde por ahí pululando, que ya, ya".
El marido caminaba por delante. Nos ha adelantado, sumido en el silencio de su imbecilidad. Iba encogido y cabizbajo y he sonreído triunfante a la mañana del 9 de enero