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martes, 18 de julio de 2017

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN


   El mozalbete observaba a través de la luna del escaparate el interior de la tienda. Llevaba alrededor de dos semanas, acudiendo al atardecer, cuando las sombras se adueñan de las calles. No se le veía con claridad el rostro, pues se lo ocultaba con una gorrilla de pana azul oscura. Solo destacaban sus ojillos tristones, que a ratos se le iluminaban, flanqueados por recias pestañas. Se mantenía al amparo de la opacidad, moviéndose lentamente, como esperando un descuido de su presa para atacar y devorarla. Con el paso de los días, esta fue la sensación que se le despertó a la dependienta. Las primeras tardes, ésta no fue capaz de enjuiciar al merodeador, pero al ser reiterativo y tras comentarlo con alguno de sus clientes, cambió de opinión. En un principio, pensó que el mocete, se escondía en las sombras por timidez, no vio maldad en el acto. Luego observo con detenimiento los labios húmedos y la manera en que se relamía, con la lengua insinuantemente lasciva. Para ella, los atardeceres se tornaron canallescos y para el chaval, jamás dejaron de resultar orgásmicos. Un buen día, ella, motivada por la imaginación calenturienta de algunas parroquianas, dio aviso a la policía, acusando al intruso merodeador. El rapaz escuchó las sirenas, pero absorto en su ensimismamiento, no presto atención.
   - ¡Vas a pasar la noche en el calabozo, pillastre!- tronó la voz del policía local a su espalda.
   Éste, todavía babeando y sin comprender, apartó la vista del escaparate y recorrió la larga figura de la autoridad.
   - ¡Yo no he hecho nada! - se defendió el crío.
   - Eso dicen todos. Se te acusa de merodear todas las tardes por este mismo lugar, de provocar a la joven del establecimiento y amenazarla con tus gestos y miradas lividinosas.
   Entonces, por primera vez, el mozalbete dirigió la mirada a la supuesta aterrada víctima, que permanecía en un rincón tras el mostrador, temblorosa y frágil. La joven le miraba fijamente y en sus ojos, el crío vio dibujado algo parecido al terror.
   - ¡Soy inocente! - se defendió en chaval -. Sólo tengo ojos para los hojaldres, merengues, palmeras de chocolate y bollos de mantequilla... soy pobre, nunca tengo suficiente dinero para comprar algo...
   El crío sacó lentamente la mano del bolsillo mostrando apenas unos pocos céntimos.
   La dependienta un tanto avergonzada, mudó el rijoso rostro del chavalote a un semblante de inocencia infantil, más acorde con la realidad.