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miércoles, 23 de enero de 2019

EL APRENDIZ DE LUCIFER

   A Mairu se le ocurrió la idea de secuestrar a Blas a la mañana siguiente tras la bronca mantenida con Doña Juana en el patio trasero común a las casas colindantes.
   No comprendía porqué lógica todos los vecinos se ponían  de parte de la vieja, aunque tal vez esa fuera la razón principal: que era demasiado vieja para llevarle la contraria. No le parecía justo que él siempre saliera escaldado.
   El caso había sido que aquella maldita tarde de finales de año a los pillastres del barrio se les ocurrió "podar" el árbol de Navidad de Doña Juana y cuando ésta se percató de la gamberrada, clamó airada de tal manera, que el mismo Satanás abandonó el infierno. 
   Mairu tuvo la mala suerte de atravesar el estrecho y solitario sendero. Pretendía pasar desapercibido, pues volvía de  robar algunas bolsitas de frutos secos en la trastienda de don Semprón.
   - ¡Ven aquí! ¡Mozalbete! ¡Te pesqué! - exclamó orgullosa, mientras le retorcía el lóbulo de la oreja sin piedad -. Te mereces una buena paliza.
   Mairu observó boquiabierto la hazaña de los muchachos. En otras circunstancias se hubiera reído pero la oreja le ardía. La vieja, además, le zarandeaba con fuerza.
   - Yo no he hecho nada - se atrevió a declarar, mientras saltaban las primeras lágrimas.
   - ¿Cómo que no? Me han  despertado vuestras risotadas endiabladas. 
   - Yo no estaba con ellos. Vengo de casa de Don Semprón - a riesgo de ser descubierto en su fechoría, mostró su pequeño botín.
   - Sois una panda de delincuentes que no conseguiréis nada en la vida.
   El muchacho le observó iracundo pero se mantuvo callado.
   - Pero, ¿sabes quiénes fueron verdad? - preguntó la vieja soltándole la oreja y bajando la voz.
   - ¿Qué ha pasado? - tras ellos se escuchó la cascada voz de Don Semprón, al otro lado del seto.
   La vieja hizo alarde de unos buenos reflejos, según la voz se les acercaba, arrancando de las manos de Mairu las bolsitas de frutos secos, que desaparecieron de inmediato entre los pliegues de sus largos faldamentos.
   - ¡Dios bendito! - exclamó el tendero al acercarse y ver el destrozado abeto -. ¿Ha sido este delincuente?
   - No soy un delincuente - protestó atemorizado.
   - ¡Cállate! - ordenaron al unísono, al tiempo que le propinaron una bofetada cada uno.
   En completo silencio, los tres observaron el desaguisado: las ramas esparcidas por el césped, algunos adornos hechos añicos. Solo las luces continuaban su intermitente parpadeo a sus pies.
   - ¡Qué poca vergüenza! - bramó Don Semprón y le arreó otro sopapo al lastimado Mairu.
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    Se le había ido de las manos. En realidad no calibró ninguno de los problemas que acarreaba con el secuestro. Se lamentaba de ser tan impulsivo. Simplemente pensó en hacer algo que le doliera a la vieja y en ese momento vio a Blas atravesar el cercado. Lo más inteligente hubiera sido meditar cada paso, sopesar los peligros, qué hacer con él, dónde esconderlo, qué le daría de comer y sobre todo cómo pedir el rescate. Al fin y al cabo, Blas vivía con la vieja. Si lo hubiera meditado bien, hubiera llegado a la conclusión de que cualquier día hubiera sido mejor para llevar a cabo su propósito.
  Se proponía llegarse hasta la trastienda de Don Semprón, ya que la tarde anterior la vieja le arrebató los frutos secos. Esta vez llevaba un saco, necesitaba vengarse de las cachetadas del viejo. A medio camino, apareció Blas y fue visto y no visto. En pocos segundos fue a parar al saco y Mairu deshizo el camino. Blas pataleó e intentó luchar. De poco le sirvió. Volvió a entrar en la casa por la misma ventana por la que salió. Avanzó de puntillas por el pasillo. Su madre dormitaba con su serie favorita de la televisión. Subió al trastero y abandonó en un rincón el fardo. Pasados unos minutos, aflojó el nudo, que mientras corría había atado. A continuación la cabeza de Blas asomó y sus ojos verdes, fríos y hechizantes se clavaron en Mairu.
   Enseguida se presentó el primer problema: mantenerlo en silencio. No paraba de llorar y no se atrevía a amordazarlo.
Inmediatamente surgió el segundo problema: la comida.
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   Esa misma noche su madre puso el grito en el cielo. Las tres botellas de leche de la despensa habían desaparecido.
   Una vez acostado, le asaltó el tercer problema: cómo pedir el rescate. Podía enviar un anónimo, pero no sabía como escribirlo. No tenía práctica en pedir rescates.
   Para entonces, la vieja estaba desesperada. Lloraba e iba de casa en casa contando su tragedia. Algunos vecinos, le ayudaron a colocar fotografías de Blas por las farolas y árboles del barrio.
   - Es tan pequeño e inocente. Me hace tanta compañía.
   En una caja del trastero encontró un simulador de voz en buen estado e hizo la llamada correspondiente desde el teléfono fijo de casa.
   - Señora Juana, escúcheme con atención. Si quiere volver a ver a su gato Blas con vida tiene que depositar quinientos euros en billetes de veinte en la bifurcación de la carretera, junto al mojón. Lo hará este jueves a las doce de la noche. No haga tonterías o Blas morirá. No avise a la policía. Le estaremos vigilando - colgó asustado y sudoroso. Temblaba y sintió un ligero escalofrío. Presintió que no fue muy convincente.
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   - Sé que se trata de algún malandrín del barrio - les decía la vieja a las vecinas.
   - Estos chicos son unos diablillos.
   - ¿Diablillos dice usted? ¡Son aprendices de Lucifer! ¡Dios mio! Mi pobre Blas es alérgico al jamón de York y tiene que tomar unas gotas para el corazón.
   Mairu se sobresaltó al escuchar la conversación. Lo de las gotas podía darle problemas, aunque tuvo la certeza de  que la vieja pagaría. En cuanto a lo del jamón de York, creía que era exagerado, Blas estaba sano como un roble. No había más que verlo.
   - Llame a la policía - le animaba Don Semprón que se había unido a la charla.
   - Ya lo he hecho y ¿sabe qué me han contestado? - no espero respuesta -. Que no están para atender tonterías, que intenté arreglarlo con los secuestradores, qué quién va a secuestrar a un gato, que habrán sido los chavales del barrio. Casi se han reído en  mis narices. ¿Se dan ustedes cuenta? ¿Para que queremos policía si cuando los necesitamos se hacen los suecos?
   - En parte tienen razón doña - era la madre de Mairu quien hablaba -. Nadie pone en duda que para usted Blas es parte de la familia, pero no deja de ser un gato.
   - ¿Parte de mi familia? ¡Es mi familia! ¡Nadie me comprende! ¡Solo le tengo a él! - sollozaba Doña Juana con angustia.
   Mairu pensó pedir ayuda a alguno de sus amigos, aunque se vería obligado a compartir el dinero del rescate. De esta manera no podría comprar todas las chuches que pensaba. A sus once años se planteó el secuestro, además de como escarmiento para la vieja, como una hazaña que marcaría su vida. Sería considerado como el jefe entre los muchachos y todos le admirarían. Eso también acarrearía problemas. Sus padres no lo aprobarían y además de un severo castigo, tal vez también le propinarían una buena paliza. ¿Merecería la pena darse a conocer como el secuestrador de Blas? A pocos días de Reyes, si el asunto no salía bien, se podía despedir de los regalos.
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   El tercer día de secuestro estaba desesperado. Blas se atiborraba de leche pero no parecía ser suficiente. Decidió hacer una visita furtiva al frigorífico. No había nada que pudiera servir. En la despensa encontró una lata de bonito en aceite y de la basura recuperó un paquete con unas lonchas de chorizo con moho. Si de verdad Blas tenía tanta hambre como parecía, no debería hacerle ascos a la comida aunque no estuviera en buenas condiciones.
   Hasta ese momento todos los vecinos creían que Blas se había perdido y que los muchachos del barrio le telefonearon a la vieja para gastarle una broma. Nadie pensaba que a Blas le hubieran secuestrado.
   El minino cenó como un  señor. Se relamió con la lata de atún, engulló el chorizo y se bebió la poca leche que quedaba y que tenía un fuerte olor a podrido. Enseguida se durmió.
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    La mayor sorpresa llegó a la mañana siguiente, el cuarto día del secuestro y el día que debía hacerse el pago del rescate. Desde que Blas estaba en el trastero, Mairu se levantaba antes de amanecer. Lo hacía para darle algo de alimento, obligarle a caminar un poco por el húmedo y frío lugar y volverlo a encerrar en la caja donde el pobre pasaba las horas.
   Le extrañó no escuchar el tenue maullido. Tal vez ya no estuviera asustado. Al fin y al cabo, Blas le conocía de toda la vida, es decir desde que la vieja lo encontró en la calle, recién nacido, hacia ya cuatro o cinco años.
   Abrió la caja despacio. Estaba quieto, tieso, más gris que nunca. Mantenía una babilla espesa alrededor de la boca. Lo rozó ligeramente con un dedo. Estaba frío. Muerto.
   Tal vez también era alérgico al chorizo o pudiera ser que tanto la leche como el embutido no estaba en buenas condiciones. Y ¡encima sin haber cobrado el rescate! ¡Cómo podía tener tan mala suerte!
   Sin pensarlo dos veces, introdujo el saco en la caja y sin tocar a Blas, lo pasó de un sitio a otro. Le daba asco tocarlo. En alguna ocasión escuchó que los animales muertos eran portadores de enfermedades. No estaba muy seguro, pero tal vez la muerte fuera contagiosa. Anudó el saco todo lo fuerte que pudo. El bulto parecía más pequeño que cuando lo trajo. Entonces una sonrisa se le dibujó en el rostro.
   - ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Vaya! - exclamó en voz alta sin poderse contener -. Tal vez esto me solucione la papeleta.
   No se fijó hasta ese momento. El saco era de la tienda de Don Semprón. "FRUTOS SECOS DE PRIMERA. CASA SEMPRÓN", se leía en letras rojas.
   "Si lo abandonó cerca de la tienda, tal vez la culpa recaiga sobre él", se dijo. Se sonrió. Era muy buena idea y además en principio también quería vengarse de él. Merecía un escarmiento por tener la mano demasiado larga. Destrozó la caja. Era grande y estaba en buen estado pero había servido de ataúd y no le pareció buena idea dejarla para guardar cualquier cosa. Lo metió todo en una bolsa enorme del Corte Inglés. Todavía en pijama, salió al exterior por la ventana que daba a la parte trasera del patio. Tiritó, no supo si de frío o de miedo. Escondió la bolsa entre los arbustos y volvió a entrar en la casa por la misma ventana.
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   Cuatro horas después, bien abrigado, salió al patio. Con rapidez sacó la caja y la bolsa con el cadáver de Blas. Dejó los cartones en el contenedor y corrió por el camino que le llevaría a la tranquilidad. Ya no pensaba en el rescate. Ni siquiera le importaba el dinero.
   Al pasar por la casa de la vieja vio que ésta le saludaba con la mano. Sonreía, sostenía algo entre los brazos. La vieja se acercó con resolución hacia él. Mairu se quedó petrificado. Un gato idéntico a Blas lamía con fervor la arrugada mano de la vieja.
   - Mira, chaval, mi chiquitín ha vuelto a casa.
   - Me me me ale alegro mucho, Doña Juana - tartamudeó, parándose en seco y preguntándose a quién demonios llevaba en el saco.
   - Siento haberos acusado injustamente - terció acariciando la mejilla sonrosada del crío.
   Había olvidado por completo la llamada del secuestrador y él no estaba dispuesto a recordárselo.
   - Tengo prisa. Me alegro mucho de que Blas haya vuelto a casa - gritó mientras corría, asiendo con fuerza el ligero saco.
   Bordeó la trastienda de Don Semprón y se llegó hasta la puerta principal. En el piso superior vivía el viejo. Todavía no había levantado las persianas. Faltaba casi una hora para las once, en vacaciones nadie madrugaba y la tienda se abría muy tarde. Con delicadeza dejó el saco con el bicho muerto junto a la entrada y enfiló silbando la calle principal con dirección al parque. Allí estaban siempre sus amigos, los del barrio. Les echaba de menos, hacia días que no aparecía por allí...