Dormitaba en el sofá arrebujada bajo dos mantas. Le gustaba amodorrarse tras la comida, aunque desde que Blas no estaba en casa, no lograba reposar más de quince minutos. Normalmente, a esas horas, la calle estaba relajada y no se escuchaba más que el susurro leve del silencio. De pronto se sobresaltó y con esfuerzo, logró incorporarse. Miró el reloj de pared, todavía eran las cuatro. Los chiquillos jugaban en la calle, disfrutando de las vacaciones navideñas. Pensó que aunque revoltosos, sus voces tiernas alegraban la vida de los vecinos. Lo comprendió todo al instante. ¿Cómo había podido ser tan tonta? La memoria le había pasado una mala jugada o tal vez fuera por la edad. Se sintió vieja. ¿Por qué pensó que Mairu, el chiquillo de los Marzaren estaba tras la diablura? Tal vez porque era el más altanero, el que plantaba cara y el más odiado por Don Semprón. Sintió un estremecimiento. Sentada en el sofá se arropó de nuevo con las mantas. Los críos canturreaban la misma canción que el día que le destrozaron el abeto. Esa tarde también vociferaban la tonadilla de "la chata Berenguela". Si los chalandrines jugaban en la calle, no podía destrozar el árbol en el patio. Se despertó de pronto con el ruido de la caída del abeto y el estallido de los adornos. Se dirigió todo lo rápido que sus piernas se lo permitieron a la puerta trasera. La oscuridad le permitió divisar una sombra grande que se alejaba en dirección al almacén de Don Semprón. Al salir hecha una furia tropezó con Mairu. ¡Pobre chiquillo! Pago su ira mientras el verdadero culpable se regocijaba a pocos metros. La sombra era de Semprón, no de Mairu. El tendero se empeñó en demostrarle que los críos tuvieron algo qué ver en la desaparición del felino. Ahora comprendía que los niños no hacían daño a los animales. Todavía sentaba, escuchó con claridad las voces infantiles: "La chata Berenguela güi, güi, güi/como es tan fina trico, trico, tri/como es tan fina lairó, lairó, lairó, ¡lairó!/Se pinta los colores güi, güi, güi/con gasolina trico, trico, tri/con gasolina lairó, lairó, lairó, ¡lairó!..."
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A medianoche se sentó frente al Tarot. Enseguida apareció el Sumo Sacerdote invertido, indicando a una persona adulta con fines perversos. Acto seguido salieron la Torre y el Colgado, clara indicación de un ser maligno lleno de odio que lucubraba en torno a ella y sus seres queridos. Se le escapó un grito. No cabía duda: Semprón era el verdadero culpable del estropicio y del secuestro de Blas. "¿Con qué fin?", se preguntó.
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Al día siguiente de la desaparición de Blas, Semprón le dio la idea de sembrar la urbanización y los alrededores con su fotografía y las características del minino. También puso especial empeño en que denunciase su desaparición. Únicamente pretendía mofarse de ella. En ese momento le pareció una idea genial, pero ahora, una vez descubierta la fechoría, le parecía mezquino.
- No siento empatía por nadie del barrio - le confesó en una ocasión -, pero con usted es diferente, doña.
- ¡Cretino! ¡Hipócrita! - gritó malhumorada, sintiéndose engañada -. Pensar que a mis ochenta y nueve tacos, este imbécil me la ha metido doblada, tiene narices.
Lo bueno era que Semprón desconocía lo que Doña Juana había descubierto y podía ser observado con suma atención. Sus miradas furtivas, resultaban engañosas; sus andares torpes, le parecían a la vieja mal intencionados; sus palabras de consuelo, mentiras arrogantes; sus escasas sonrisas, despiadados rictus... Todo en Semprón era una farsa y ella había confiado en él como en ningún otro vecino.
Con la idea de sacar más información sobre el canalla, hizo una tirada a los caracoles. Trataba de indagar en la verdadera personalidad del comerciante. Las brillantes figuras le desvelaron que la muerte, el fraude y la mentira bailaban alrededor del siniestro vecino. ¿Qué maléfico secreto escondería?
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No había una sola persona en la urbanización que no pensara que los autores de la llamada exigiendo los 500 euros de rescate del prisionero, no fueran los chiquillos. Antes de desenmascarar al tendero, la vieja también estaba segura de ello. Ahora no lo veía tan claro. Quinientos euros era una cantidad medianamente importante pero no estimaba a los muchachos capaces de semejante barrabasada. Le asaltó una nueva idea: Semprón resultaba un maltratador potencial, sobre todo con Mairu. No se trataba de que el chaval se hubiera transformado a sus ojos en un angelote, pero a cada minuto que pasaba, se convencía de que no era tan malo como aseguraba el tendero.
- Me roba, doña Juana. Muchas veces le he visto colarse por el almacén - le repetía una y otra vez.
- ¡Desgraciado! - explotó la vieja en la soledad de su jardín -. Me alegro por ello, por la de cachetes que le propinaba sin venir a cuento.
Se prometió a si misma enmendar su agrio carácter con los mocetes, especialmente con Mairu. Los niños eran revoltosos pero carecían de maldad.
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- Seguro que Blas aparece cualquier día sano y salvo - argumentaba Ana, la carnicero en el puesto del centro comercial -. ¿Quién va a secuestrar a un gato? ¡Es absurdo!
- La llamada no ha sido más que una broma de los niños - aseguraba la madre de Mairu -, de muy mal gusto, eso también hay que reconocerlo. Pero estoy de acuerdo con Ana, andará por ahí.
- ¡Pobrecito mio! Es alérgico al jamón de York.
- ¿Alérgico Blas? - había preguntado Semprón, que también se encontraba en el puesto -. ¡Ésta si qué es buena!
Ahora recordaba con nitidez todos los detalles y comprendía la maldad del hombre.
Algunas de las presentes en el puesto disimularon la risa, estaba más que acostumbrada a ello. A casi todos los vecinos les parecía una vieja chiflada, era consciente de ello. Todavía entonces hubiera puesto la mano en el fuego por creer que Semprón era el único que no lo la juzgaba como tal.
- El veterinario le recetó unas gotas que tiene que tomar una vez al día. No se puede interrumpir el tratamiento, pues puede morir.
Mairu se acercó a la carnicería buscando a su madre y la vieja rememoraba ahora el interés del crío, que se quedó blanco al escuchar la historia.
- El sacacuartos ése, se cree que por tener un título universitario, puede decir cualquier cosa. Honestamente, creo que le está tomando el pelo. ¡Con el hambre que hay en el mundo, doña! Usted dándole gotas al bicho, ¡hay qué joderse! - ahora comprendía que a Semprón le dominaba la rabia.
- Blas no es un bicho - respondió la vieja con los ojos arrasados.
- Si se tiene una mascota hay que cuidarla y mimarla, hombre - Ana se puso a favor de la vieja.
- Cuando me lo encontré en la calle estaba medio muerto. Le di algo de comer. Al pobre se le veía sufrir mucho, le costaba tragar. El veterinario me dijo que habían intentando estrangularlo, así que me ocupé en partirle la comida en pequeños trocitos, hasta que se curó.
- Pero le sacaron un pastón y a cuenta de unas pocas como usted, el matasanos de bichos, se está forrando - el canalla del tendero reía a carcajadas -. Le voy a decir la razón por la que se recuperó Blasito: porque los gatos tienen siete vidas.
Los nervios del momento y la pesadumbre que sentía por la ausencia del amigo leal, no le dejaron ver la crueldad extrema que exhibía el que hasta entonces creía el mejor vecino.
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Se mantuvo en un duermevela agitado durante horas. Tomó la determinación de levantarse. Se vistió y se abrigó con el bufandón de lana. Con el bastón salió a la noche oscura y muda. Era el último día del año. Arreciaba la helada y sintió su gélido abrazo. Todavía no eran las seis de la mañana. Caminó sin rumbo, escudriñando entre los restos de desperdicios. A cada poco, iluminaba con la linterna cualquier rincón oscuro, con la esperanza mortecina de encontrar la carita redonda del gatito. Desconsolada y agotada retornó a la casa vacía. Escuchó un tenue maullido, ¿la imaginación le jugaba una mala pasada? Se frotó los ojos.
-¡Blas! - voceó, cogiendo y arropando al tembloroso animalito entre sus ropajes -. ¡Has vuelto! ¡Tesoro!
La mascota correspondió con lametones de agradecimiento a los besos de su ama. Una vez dentro le ofreció comida, agua y mimos y cuando Blas pareció mínimamente recuperado de su aventura, lo cogió en brazos y salió al patio trasero entusiasmada para dar la noticia a los vecinos. Únicamente se topó con Mairu. Portaba un pequeño bulto en un saco de tela de la tienda del desalmado Semprón. El crío se detuvo tan solo unos instantes. Parecía sorprendido y en el desconcierto, tartamudeó. Aunque diría que se alegró de ver a Blas de vuelta, tampoco era capaz de asegurarlo al cien por cien. Sin embargo, veinte minutos después tuvo la certeza de que al tendero no le hizo gracia. Se mostró huraño y maleducado. Literalmente, la rechazó.
- No nos importa, ¿verdad Blas? Nos da igual cómo reaccionen los vecinos. Lo importante es que has vuelto con mamá. Eres el mejor regalo de Navidad - setenció Doña Juana entrando en casa y prendiendo la calefacción para que Blas se recuperase de sus correrías.