Huir de una casa por sufrir maltrato es muy duro. Lo digo con conocimiento de causa. El pobre Blas lo llevaba fatal, mucho peor que yo, que soy más duro y terco. El bueno de Blasillo parecía más escuchimizado de día en día. Tristón, cabizbajo y enclenque, se esforzaba por agarrarse a alguna de sus siete vidas, conservando una ilusión que menguaba a pesar del empeño. Como un par de desgraciados fuimos a dar con nuestros huesos a una casucha de mala muerte. Al dueño todos le llamaban señor Ruiz, pero entre nosotros le apodabamos Tontobobo. ¿Con qué propósito inhumano un animal lleno de maldad, disfrazado de persona, se lleva a un par de mascotas a casa? El tipejo disfrutaba humillándonos y
golpeándonos, sobre todo a Blas, que ya digo, era el más débil.
- ¡Qué todavía no me he presentado! Me apropié del nombre de mi amo y durante un tiempo me bauticé como Señor Ruiz, que me parece sonoro y casi elegante. Soy un gato, ¡cómo lo leen! De la misma camada que Blas. Ambos comunes y corrientes, marrones, con ojos verdes y bonitos, aunque sin pedigrí. Yo mucho más espabilado que Blasillo, que al igual que algunos humanos, era bastante pánfilo.
Tontobobo nos mantenía vivos a base de porquerías y alimentos en malas condiciones. En una ocasión Blas vomitó y el maltratador intentó estrangularlo. Si no llega a ser porque me lancé a defenderle, arañándole la cara, lo hubiera conseguido. Ese era el motivo por el cual solo podía tragar trocitos muy pequeños de comida. ¿Se puede ser más bestia que Tontobobo habiendo nacido con cuerpo de hombre y cerebro de diablo?
- ¡A ver si te mueres de una vez! - le aullaba, tirándole trozos grandes de maloliente pescado.
Blasillo, le observaba con sus ojazos verdes brillantes y carita de bueno, implorando algo de bondad.
- No me mires así, que no me vas a enternecer. ¡Malditos gatos del demonio! - de reojo le contemplaba. El animalillo desmenuzaba los alimentos, con paciencia. Ese tesón por la supervivencia, le sacaba de quicio. Entonces aumentaban los golpes.
La miseria duró dos interminables meses. Una noche, decidimos escapar. Malvivimos durante una semana, hasta que la vieja Juana encontró a Blas, que hasta entonces no tenía ni siquiera nombre. Me alegré por él.
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Ambos somos callejeros, pero Blas es sensible, muy mimoso y hogareño. Me entusiasmó que la vieja no reparará en mi y lo acogiera en su hogar. Pronto se le vieron los beneficios: el pelaje brillante, la viveza en la mirada, los andares altaneros, el lomo recio. La buena alimentación y el amor obran milagros.
En cuanto a mi, subsistía al amparo de los mal llamados aprendices de Lucifer, no me faltaba manduca de la buena ni tampoco estaba falto de carantoñas. Me gusta la bohemía, soy vagabundo, perezoso y un tanto golferas. Voy a mi aire, no tengo horarios, como y duermo donde quiero y cuando me apetece. No estoy obligado a nada. Nos seguiamos viendo a diario, Blas paseaba por la urbanización a sus anchas y conocía mi ruta. Como éramos casi idénticos -mi aspecto también mejoró mucho-, en ocasiones se la jugabamos a la vieja y yo me relajaba al abrigo del cálido hogar, mientras que Blas pernoctaba bajo las estrellas.
Así transcurría nuestra vida regalada.
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No daba crédito. Lo estaba viendo y no podía creerlo. Bloqueado, trataba de pensar algo con rapidez. ¿Qué podía hacer en semejante situación? ¡Nada! Y nada hice. Ni siquiera se me ocurrió una explicación coherente. ¡Mairu Marzarén metía a Blas en un saco negro de la tienda del cascarrabias de Semprón y entraba a su casa por el ventano trasero del sotano-trastero!
No me quedó más remedio que hacerme invisible a los ojos de los vecinos y sobre todo de la vieja.
No puede negar que al principio me agrado. Para mi parecer, Blas estaba demasiado mimado por la vieja e incauto de mi, pensé que el crío pretendía quedarse con el gato. Creí que con Mairu aprendería un poco más de la vida. En ese momento no caí en la cuenta de que el chaval ignoraba las dificultades para tragar del pequeñín. Alérgico, no sé si era, la verdad. En eso estoy con el tendero. Igual era una patraña del veterinario.
La noticia corrió como la pólvora y enseguida se empezó a hablar de secuestro y del rescate. Todos los vecinos, incluido Mairu, participaron en su búsqueda, pensar que un simple gato hubiera sido raptado no cabía en la sesera de nadie. Casi todos aseguraban que lo de los quinientos euros era una trastada de los críos. Únicamente yo conocía la verdad, pero ¿cómo explicarselo a la vieja?
Escudriñaba por el ventanuco del sotano de los Marzarén, sin lograr ver a Blasillo. Tal vez el crío lo escondía en otra parte y cabía la posibilidad que los padres le apoyasen.
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La madrugada del 31 de diciembre fue espantosamente gélida. Me cobijé al resguardo. Al amanecer sentí unas pisadas cercanas, me desperecé intranquilo. Algo intuía mi ánimo. Mairu salió sigiloso del trastero, con una caja de cartón, una bolsa del Corte Inglés en la mano y expresión asustada. Lo escondió entre los árboles junto a su fachada y presuroso volvió al refugio.
Me acerqué y descubrí el cadáver de Blasillo. Ahogué un maullido lastimero de dolor, rabia e irritación.
- ¡Maldito Mauri! - exclamé.
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"Razónalo, se inteligente", me dije. "No puedes hacer nada por el chiquitín, pero estás en tu derecho de darle un escarmiento al malandrín". Así que dicho y hecho. Me acerqué tranquilamente hasta la morada de la vieja. Maullé con fuerza. Arañé con insistencia la puerta sin obtener respuesta.
"Estaría bueno, que la loca ésta se hubiera muerto de pena, ahora que me he decidido a cambiar de vida, dejar atrás la libertad errante, aburguesarme y guarecerme en la comodidad de una casa en condiciones. Aunque Juana me daba un poco lástima, sobre todo pensé en mi. A pesar de tener siete vidas, uno se va haciendo mayor y como el calor y los cuidados de un hogar no hay. El veterinario y las vacunas, me harían falta más pronto que tarde y, ¡qué narices!, una oportunidad como esta no se presenta más que una vez en la vida, tal vez una vez en todas mis vidas. De algo me tenía que servir ser el calco de Blas. Pronto olvidaría ser el Señor Ruiz, ¡para lo que me había servido!, nadie conocía mi nombre..."
Me agazapé al abrigo de las macetas y me mantuve quieto y amodorrado. A mi sutil oído llegó el sonido de unos pasos inciertos. A regañadientes, renuncié al cobijo y me pegué a la puerta, maullando. La vieja regresaba del paseo mañanero. ¡Hay que estar rematadamente loca para salir de casa tan de mañana! Todavía estaba a tiempo de rectificar mi postura, la vida de trotamundos no resultaba tan mala, después de todo. Despistado meditaba, cuando escuché con algarabia:
- ¡Blas! ¡Has vuelto a casa! - al siguiente instante sentí su calor y cariño.
- Soy el Señor Ruiz - respondí casi ofendido, pero al momento comprendí que los humanos no entienden nuestra jerga.
Después de un rato, al calor del hogar, circundamos la casa para llegar al patio. Por allí andaba Mauri con el saco negro e imaginé que con el cadáver del verdadero Blas.
Cada vez que recuerdo cómo me miró, me partó de risa. Mucho peor resultó la visita a la tienda del viejo gruñón, que se mostró tan borde como lo era siempre con los críos. Estiré el cuello y vi que manipulaba el famoso saco y en su interior yacía Blasillo.
- ¡Mira el chalandrín! ¡Qué vivales! - me dije - ¡Dónde las dan, las toman, viejo cascarrabias!
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- ¿Dónde vas, chaval? - Semprón cortó el pasó de Mairu que se quedó petrificado junto a la puerta del comercio.
- Tengo prisa - respondió, iniciando de nuevo el camino.
- El lunes, ya al cole, ¿no? - insistió el viejo con sonrisa sibilina.
- Si, el lunes - lo dijo manifestando pereza.
- Muy bien. Pero estoy convencido de que han sido unas vacaciones distintas a las demás.
- ¡Claro! Muy distintas a las del verano, que son largas y hace calor.
"¡Este crío es la leche!", pensé estirado en la acera, lamiendome las patitas.
- ¡Claro! Las del verano son mucho más largas, pero en éstas han pasado cosas increíbles, ¿no es cierto? - el viejo parecía un juez implacable.
- Tengo prisa - repitió el chiquillo, iniciando la marcha.
- Seguro que alguna aventura para recordar habrás vivido - el viejo le sujetó con fuerza del brazo. Maullé un par de veces - solo estamos hablando un poco - dijo mirándome fijamente y luego dirigiendose a Mairu -: Parece que me tienes miedo.
- No tengo miedo - se envalentonó Mairu.
- Pero estás asustado - sentenció Semprón, apoyando una mano grande en el hombro del chiquillo. Éste dio un respingo.
- Tengo que irme - susurró rehuyendo al viejo.
- Después del incidente de Blas, estás muy comedido - le propinó unas tortitas en el carrillo sonrosado, no para hacerle daño pero si con rabia.
- Que tenga buen día - Mairu se dió la vuelta pero el viejo le detuvo.
- Toma, chaval, sólo es un pequeño obsequio - se sacó del bolsillo de la bata gris dos bolsas, una de nueces de macadamia y otra de almendras garrapiñadas. Buscó las manos enguantadas del crío.
- No entiendo, usted nunca me ha dado nada - Mairu parecía sorprendido. Buscaba una razón medianamente coherente para que Semprón tuviera un detalle con él.
- Es el Espíritu de la Navidad que se me despierta de vez en cuando. ¡Este año se ha manifestado! - aseguró con alegría fingida.
- ¡Gracias! - exclamó echando a correr temeroso de que Semprón se arrepintiese.
No entendía nada de lo que estaba sucediendo. Todo transcurría como una pesadilla. Blas había vuelto a casa y no tenía ni idea de quien era el gato muerto. Además, a veces, parecía observarle, como si supiera su secreto. Cuando no hacía nada malo, Don Semprón le propinaba mamporros y cuando secuestraba a un gato y se lo dejaba morir, le premiaba, asegurando que el Espíritu de la Navidad se le aparecía. La vieja estaba muy amable con él.
- Moraleja - musitó sentándose junto a Blas -: Es más productivo hacer barrabasadas de vez en cuando. Tenlo en cuenta, Blas.
Abrió la bolsa de garrapiñadas y se puso unas pocas en la palma. Alargó la mano hacia el hocico de Blas y éste, zalamero y rezongón, comenzó a comer.