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martes, 23 de junio de 2020

EL POLVO DE TÍA HERIBERTA



  - El piso ofrece muchas posibilidades - el vendedor arrastraba las palabras, mientras se movía con soltura y sonreía enseñando los dientes de buen comercial.
  -  No quiero hacer obras, necesito entrar a vivir cuanto antes con los gastos exclusivos de la compra de la propiedad - se apresuró a aclarar Eduardo.
   - Entonces, permítame que le diga, que ésta es la casa adecuada - el vendedor dejó asomar una sonrisa sinuosa, visiblemente emocionado por la posible venta -. Como puede observar a simple vista es soleado, cómodo, claro, espacioso... De construcción impecable, ya ve, ni una columna a la vista, estructura de hormigón...
   De vez en cuando, guardaba unos silencios precisos, dejando que Eduardo asimilara la descripción, para volver de inmediato al tema. Como si tuviera miedo a olvidar una coma de la retahíla aprendida.
   - Los materiales empleados son de primera clase. Apenas cuenta con sesenta años de antigüedad y ya ve usted, no se ha movido una baldosa de su sitio. Es perfecto para una pareja o para una sola persona - se apresuró a aclarar -. Dos habitaciones, un salón-comedor, ideal y armonioso, donde las sobremesas no tengan fin. Un baño con ventana exterior en el dormitorio principal y un aseo, con dimensiones algo  más amplias que los espacios de este tipo. Espaciosa  cocina y terraza con una parte cubierta con más de cuatro metros de tendedero y un vasto espacio que puede recrear a su gusto para pasar las largas tardes de verano y veladas entrañables, degustando una copa, solo o en agradable compañía...   
   - Una maravilla - terció Eduardo, sintiéndose martilleado por el discurso del vendedor. Parecía que le hubieran dado cuerda. Se le antojó que el tipo hablaba a cada minuto más rápidamente.                                                                               - Con plaza de garaje, ascensor, calefacción individual de gas... - hizo un paro repentino para consultar por primera vez alguna anotación - ¡Ah! Casi lo olvido, hace un par de años renovaron  el tejado y reformaron los garajes.
   Calló repentinamente. Estiró los labios a modo de sonrisa y quedó quieto. De pronto pareció agotado. Pestañeó un par de veces y cambió de postura. Era un tipo menudo, estrecho de hombros y pequeña estatura. Parecía un niño enfundado en un traje de mayor. Los ojos vivarachos bailaban y daban color a la palidez del rostro. La boca grande, mostraba una hilera de dientes blancos, iguales y perfectos, ofertando una sonrisa comercial, más impuesta por la firma que representaba que por iniciativa propia, supuso Eduardo.
   - Y por si todo esto fuera poco - añadió dando una palmada -, lo venden con muebles. No sé si ha reparado usted en ellos pero son una joya.
   - ¿Por qué lo venden con los muebles? - preguntó Eduardo después de una rápida ojeada por el salón impecablemente amueblado.
   - La antigua propietaria era una señora, ¡qué digo señora! Era toda una dama - a Eduardo el tono que empleó le recordó a José Luis López Vázquez en "Atraco a las tres",  en el papel de Galindo, "un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo", decía en la película. Tomó aire y continuó -: murió el 31 de diciembre. Ha hecho un año ya. ¡Ciento dos años! Cómo se lo cuento. Y no se puede usted imaginar qué ciento dos años. Ya quisiera yo llegar a esa edad y tener la pinta de esa señora, se lo digo yo, que la conocía desde que era un niño. ¡Qué saber estar! ¡Qué porte! ¡Qué clase!
   - No lo dudo - Eduardo se autoconvenció de que el agente no hubiera hablado mejor si la dama en cuestión hubiera sido su señora  madre -. Y... Lo venden con muebles, ¿por? ¿Por qué razón dejan estas preciosidades?
   - Es cierto. Hablando de la señora Blandina, se me va el santo al cielo... - se disculpó -. La señora, debido a  enredos  familiares, se lo dejó a un único heredero, un sobrino no directo que vive en Madrid. Lo que pretende es venderlo cuanto antes y volver a sus asuntos. Creo que tenían poca relación y la herencia le sorprendió enormemente. Según tengo entendido, le está dando más quebraderos de cabeza que otra cosa...
   - Los muebles son preciosos y están muy bien cuidados - interrumpió Eduardo incómodo por la perorata - pero no estoy seguro de poder afrontar un gasto, quiza excesivo...
   - ¡Los peros! Siempre encontramos un pero, permítame la expresión, puñetero - el vendedor se mostró repentinamente serio -. No tiene que preocuparse por ese detalle. El sobrino de la finada, quiere deshacerse de todo cuando antes. Los muebles van incluidos en el precio. Todo lo que está en la casa va incluido en el precio. ¡Una ganga! ¿No le parece?
  - ¿No tendré que pagar más por ellos? - Eduardo manifestó sorpresa.
  - Ni un céntimo. ¿Es una ganga o no es una ganga?
 - ¡Es una ganga! - concluyó Eduardo, visiblemente emocionado.                                                                               - Un último detalle, muy valorado en la ciudad. No sé si usted es vitoriano...
   - Si, si, aunque mis padres se marcharon a Francia cuando yo era un crío, cuatro o cinco años contaba entonces...
   - ¡Figúrese! - el corredor metió baza de improviso, como si le hiciera falta hablar -. ¿No ha vuelto hasta ahora?
   - En contadas ocasiones, para ver a la familia... pero ahora que me he jubilado, quiero reencontrarme con mi tierra, a pesar de que no me quedan más que un par de primos. Mis padres me inculcaron el amor por esta hermosa ciudad y...
   - Entonces, le habrán hablado en numerosas ocasiones de las cuatro torres - Eduardo cada vez más malhumorado, fue interrumpido de nuevo, aunque en esta ocasión, se mostró solícito a escuchar.
  - ¡Si, hombre! ¡Orgullo de la ciudad!
 - Acompáñeme, por favor - el vendedor se mostró complacido -. Hablo tanto, que a veces se me olvida lo importante... ¡He aquí! La situación de la terraza le ofrece una panorámica de lujo de toda la ciudad. Ahí las tiene, a sus pies, como quien dice: Santa María, San Pedro, San Vicente y San Miguel. 
   - ¡Un lujo! - se vio forzado a responder Eduardo.
   - ¡Lo que yo le decía!
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   - Todo ha ido sobre ruedas, señor Mújica. 
   - Lo celebro. Es usted un lince - manifestó la voz al otro lado de la línea telefónica -. Lo que deseo es quitarme ese piso de encima cuanto antes.
   - Además hemos tenido una suerte enorme. Este tío se ha pasado la vida en Francia, aquí tiene algunos primos, pero no conoce casi gente, con lo que hay muy pocas posibilidades de que, en caso de que las encuentre, alguien le pueda dar alguna información válida. 
   - No sé. En ese sentido no las tengo todas conmigo. A veces la providencia da señales a quien menos procede, ya me entiende.
   - Descuide, señor. He pensado que si ninguno de los dos hemos dado con ellas, después de rastrear el piso palmo a palmo, no va a ser este fulano quien las descubra, en caso de que existan. Me aseguró que no tenía intención de hacer obras. Que en caso que estén, vuelvo a repetir, se me ha ocurrido pensar que tal vez las emparedó. Aunque claro, es poco probable, ¿verdad? No me imagino a su tía levantando un tabique a su edad.
   - ¿En caso de que existan, dice usted?
  - Tal vez eran cosas de la señora Blandina, digo yo que con ciento dos años no tendría la cabeza en su sitio, ¿no le parece?
   - Por lo que  tengo entendido, la tía de mi esposa se conservó con la cabeza lúcida hasta última hora. 
   - Así se lo he hecho saber al comprador. Me he permitido la licencia de hacerle creer que conocía a su tía de toda la vida. En ciudades pequeñas, las personas respetables, se conocen y se tratan entre ellas. ¿No le parece? - sin esperar respuesta, prosiguió -: De todas maneras, nosotros seguimos con el plan. Nunca podrá encontrarnos. Y a partir de ahora,  encuentre o no a la tía de su tía - hizo una pausa para lanzar una sonora carcajada -, perdóneme, parece un laberinto lingüístico lo de la tía de su tía. Perdóneme... Lo que le decía es que tanto si da con ella como si no, nosotros estamos libres. 
   - Desde luego. Usted me ha salvado la vida. Cobrará el cheque prometido y...
   - Y aquí paz y después gloria, si me permite la expresión - interceptó de nuevo la conversación.
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SIETE MESES DESPUÉS...
   En aquella  mañana de principios de septiembre, Eduardo tuvo más de una oportunidad para recordar al corredor de fincas. Menudo, sonriente, meticuloso. Demasiado simpático. Nervioso, engolado, cursi. Empleaba un léxico excesivo, remilgado para ser relativamente joven. Eduardo no le calculaba más de cuarenta.
   Amaneció el día con una niebla espesa, envolvente,  acariciando la ciudad con ternura. Las nubes se abrazaban entre sí, aislando al sol. Hacía frío, ese fresco particular de Vitoria que presagia un invierno prematuramente cercano. Se frotó las manos observando a través  del ventanal que daba paso a la terraza, sin atreverse a cruzar la línea. Durante los días cálidos de la primavera y el verano se acostumbró a pasear a temprana hora por la ciudad casi desierta, que se desperezaba lentamente, con la parsimonia de las ciudades pequeñas, recogiendo la calma en las calles peatonales y en los parques. Envolviéndose en aromas herbáceos, dibujándose verde por todos los recovecos. Decidió no salir. Recordó que días atrás, buscando una agenda de direcciones, no logró abrir el cajón. Introdujo la mano, descubriendo que estaba desfondado. Arreglaría el cajón él mismo. Se trataba de un secreter antiguo muy bien conservado. Parecía de principios del XIX. Fue depositando sobre la mesita de la sala el contenido y con paciencia y método consiguió sacar el cajón. Efectivamente, las puntas se habían desprendido e incluso en los extremos habían dañado la madera sin compasión. El bricolage se le daba bien. Utilizó ángulos de refuerzo por la parte interior. De esta forma se salvaba incluso tener que hacer un nuevo fondo de cajón. "No encontraré mejor madera que ésta", se dijo.
   Al introducir de nuevo el cajón, descubrió una pequeña hendidura en un lateral. De manera que con un pequeño roce, se abrió y de la oquedad salió disparado un cuaderno de mediano grosor, bastante magullado. Tomó el cuadernillo con estupor. Lo abrió y le recibió una fotografía antigua. Aparecía una pareja joven. Ambos sonreían a la cámara. Parecían enamorados. En el reverso, el mensaje escrito a lápiz, casi borrado: "Siempre seremos uno". Leyó algunas páginas. Se trataba de un diario, que analizó de rabo a cabo. La señora Blandina había detallado sus años finales con caligrafía exquisita. La narración de la rutina era calmada. No necesitó esforzarse mucho para imaginársela abrigada con una toquilla de lana, al amparo de las faldas de la mesa camilla, que persistía impecable en el mismo ángulo del salón donde ella la dejó, escribiendo sus largas horas repletas de recuerdos, sus escasas charlas, con movimientos lentos, rapiñando algunas horas al tiempo. La letra se tornaba temblona con el paso de los años, mientras la oportunidad acariciaba con mesura el letargo final. En la última página, encontró un sobre muy sobado, como si se hubiera manoseado en repetidas ocasiones. En el interior había una carta, fechada el 2 de junio de 2010.
     "Querida tía Blandina:                                                               A la espera de que sigas gozando de la excelente salud  que siempre te ha caracterizado, te escribo unas líneas para darte la mala noticia de que tu querida tía Heriberta, mi tía abuela, acaba de fallecer. Siento ser yo quien te dé tan mala noticia, que imagino te caerá como jarro de agua fría, sabiendo lo unidas que estabais, ya que crecisteis como hermanas, pues os llevabais tan solo unos meses. Por deseo expreso de ella, te enviaré sus cenizas, no para que te las guardes, sino para que las dejes "volar" desde la balaustrada de San Miguel hacia la Virgen Blanca. Querida tía, aunque te parezca una tontería, te prometo por lo más sagrado, que son mis hijos, que ése era su deseo. Ya sabes lo que ansiaba viajar en avión, deseo que no pudo hacer realidad. Hace escasos meses la visitamos en la residencia y expresó un agónico antojo: que tú le hicieras "volar" desde San Miguel. Entiendo que a tu avanzada edad, no salgas mucho de casa, he sopesado esa posibilidad, pero también creo que cumplirás el deseo de tía Heriberta. Tal vez estés pensando que tengo una jeta impresionante. No es así, querida tía. Para mi, con los niños, la casa, el trabajo y Roberto, me es imposible viajar a Vitoria. ¿Te acuerdas de mi marido Roberto? Ya sabes cómo son los hombres, bueno, tía, tú de hombres entenderás poco, siempre soltera y libre. Te lo digo yo: los hombres son como niños, mimosos y siempre dando guerra. Resumiendo, nos es imposible viajar  y fíjate que tengo ganas de darte un abrazo. Antes de verano impensable acercarnos y en agosto nos es imposible, ya sabes, las vacaciones en la playa son sagradas para los niños. Estoy segura de que te haces cargo. Entendería que no te sintieras con ganas de llevar a cabo esta empresa, si fuera así, puedes remitirme de nuevo esta carta y entonces hablaría con Carlos Mújica, supongo que te acuerdas de él, es el marido de Nuria tu sobrina  y prima mía. Recordarás que ella falleció hace... no sé, por lo menos ¿veinte años? Por ahí andará. No tengo relación con él, siempre fue muy raro, pero salvo nosotros, es el único pariente que te queda, querida tía. Claro, que con tu edad, ¿cuántos parientes cercanos te pueden quedar?  Espero tus noticias y si en unos días, no recibo noticias tuyas, te remitiré a tía Heriberta en polvo, eso si. Se me saltan las lágrimas. Imposible seguir escribiendo.
 Un beso y un abrazo de tu sobrina"
   La firma ininteligible supuraba prisa. Para cubrir las apariencias, realizada sin ganasEscaseaba el cariño en cada renglón. La misiva,  gravitaba alrededor de una ironía sutil, envenenadora. En el remite del sobre se leía Lourdes Bengoa y una dirección de Zaragoza.            

   Volvió hacia atrás en la lectura del diario. Le llamó la atención que algunas páginas habían perdido la calma e incluso la escritura cambió repentinamente. El trazo más marcado y las palabras no parecían  haber sido escritas por la señora Blandina. El mensaje incongruente carecía de sentido. Se extrañó, pero como no la conocía en persona, no pudo dar crédito. Efectivamente, el trazo más marcado, escrito con rabia y desesperación, empezaba el 3 de junio de 2010 y se alargaba hasta una semana después. Ahora comprendía perfectamente la escritura y las consecuencias que tuvo. Había escrito entre otras lindezas. "No tienes corazón... ¿Qué si me acuerdo del borrego de tu marido? ¡Cómo olvidar a un ser tan necio!... ¿Qué no entiendo nada de hombres?... ¡Estúpida!... Todavía recuerdo a Rafael, el amor verdadero, tal vez porque fue el primero. Dieciséis años teníamos. El amor más dócil. Sin doblez, rezumaba curiosidad temprana. Fue el despertar, el descubrimiento no solo de mi cuerpo, sino también el de Rafael. El nacimiento de las caricias, los primeros besos, el despertar de los sueños. El anuncio de la ilusión. El padre de mi hijo, al que no llegué a conocer porque la muerte me lo arrebató en el primer aliento...  ¡Qué no sé nada de hombres! Rafael me abrió el camino al cielo y la hipocresía y la ignorancia de un padre con velada santurronería, dieron paso al infierno... Claro, que tú de eso no sabes nada. Se tapó, como se cubren las vergüenzas ajenas. Siempre fue mejor comerse los santos, que ver feliz a una hija. El hijo de la deshonra, decía mi padre, tu abuelo... Luego hubo otros muchos hombres en mi vida, ¿qué te crees?... ¡Vete a freír espárragos con tus hijos y el soplagaitas de tu marido!... Si hubieras entendido algo de hombres no te hubieras casado con un pelele. Claro que ese pelele tiene el riñón bien cubierto. En cuanto la pobre Heriberta te dejo su dinero, te faltó tiempo para arrinconarla en una residencia, de la que no sabías ni por dónde se entraba... Que no podías hacerte cargo de tu tía abuela, decías. Pero de su dinero, te faltó tiempo para hacerte cargo... En el fondo no sé de qué me extraño, eres la viva imagen de tu abuelo, mi honradísimo padre... Con cubrir las apariencias, creéis que es suficiente"
   Una semana después escribió: "A la imbécil de mi sobrina  Lourdes no le voy a contestar nada. Le escribiré a Carlos, ¡otro que tal baila! En eso coincidimos la tonta de Lourdes y yo. Carlos es un rancio, o por lo menos lo era en vida de mi sobrina Nuria. No le he vuelto a ver desde el funeral". 
 La rutina recuperó su acomodo habitual en la escritura de la señora Blandina, que se alargó en el tiempo hasta finales del año 2018, dos días antes de morir, según me contó el vendedor de la casa. Lo último que escribió la señora Blandina, con caligrafía temblona fue: "Acabo de echar a correos la carta que hace años debí remitir a Carlos, le digo que en unos días recibirá las cenizas de la tía abuela de Nuria, Heriberta, para que las  eche a volar desde algún lugar alto de Madrid. En definitiva y a estas alturas, a ella le dará igual volar desde un sitio que otro. Bien es cierto que su ilusión primera era hacerlo en su Vitoria natal, pero sabrá comprender mi estado y me perdonará, Estoy convencida de que no voy a poder llevar a cabo su deseo". 
   Supuso que las cenizas de tía Heriberta reposaban en algún lugar de la casa. ¡De su casa!
   Se había encariñado con la señora Blandina. La conoció a través de lo relatado con esmerada pulcritud en el diario. Todo reflejaba el buen espíritu que me trasmitió Bizaurze. El celo con el  que conservó los muebles, cómo estaba vestida la casa. Incluso le tomó cariño a tía Heriberta tras conocer sus desgraciados últimos años en la residencia, olvidada, engañada y apartada de su mundo. Todo obra de su sobrina Lourdes. 
   De esta manera se empeñó en dar con las cenizas costara lo que costara. Escuchaba una voz en su interior que le animaba a cumplir su último deseo. Maldijo al señor Mújica, que sabiendo lo de las cenizas, fue incapaz de buscarlas y cumplir la ilusión de la tía abuela de su esposa.
    "Haré que vuele desde la balaustrada de San Miguel, tía Heriberta", prometió elevando la vista hacia el cielo. Se sentía en deuda con la Señora Blandina.
   La tarea se convirtió en algo arduo y difícil de conseguir. Dio vuelta a toda la casa. Durante más de dos meses se empeñó casi a tiempo completo. Por fin descubrió una pequeña arquita en el doble fondo de un armario empotrado. La señora Blandina se le antojó como una experta en camuflaje. Fue lo primero que revisó, en sus primeras pesquisas, aunque sin vaciar  muebles.
  Bizaurze... ¿Qué había sido de aquel menudo hombrecillo, que con tanto ahínco y palabrería le vendió la vivienda? Explicó minuciosamente cada detalle, aseguró que no encontraría un solo pero al pisito. Enseño, convenció, vendió y con sigilo y premura, se esfumó.  ¿Constituía un pero el hallazgo del diario?  Gracias a su lectura comprobó la fortaleza de la señora Blandina, empatizó de tal modo con ella, que se sintió más cercano que si fuera de la familia. No, definitivamente era una suerte. Deseaba encontrar a Bizaurze para pedirle la dirección del tal Mújica, ponerse en contacto con él y cantarle las cuarenta. Nada más. De tía Heriberta se encargaba él.
   En la tarjeta que le había entregado con las escrituras de la venta del piso, se leía: 
                                 
                                    Íñigo Bizaurze
                                Corredor de Fincas
   En un extremo el domicilio de la Agencia inmobiliaria,
                                   C/. Zapatería, 89

   Se encontraba parado frente a la lonja que parecía llevar cerrada varios años. Sentado en una silla de madera, frente al local, que  observaba incrédulo,  permanecía un  anciano, a la espera de ver pasar las horas muertas. Le observaba con detenimiento. Eduardo se acercó, inclinándose junto a él.
   - Buenos días. ¿Vive usted por aquí cerca? - el  anciano asintió. Levantó el bastón e indicó el portal junto al local cerrado.
  - ¡Perfecto! Me va a ser de gran ayuda - aseguró  esperanzado -. ¿Cuánto hace que la inmobiliaria cerró?
  - En esta calle no recuerdo que hubiera ninguna - respondió con voz cascada -. No es buena zona para esa clase de negocios.
   - Ahí mismo, junto a su portal - mostró la tarjeta -. Es esta dirección. Hace unos meses un trabajador de la empresa me vendió un piso. El señor Bizaurze, tal vez haya oído hablar de él. Es un tipo moreno, no muy alto, de complexión menuda, andará por los cuarenta...
   - Tengo un problema - comenzó a decir el anciano del bastón -, con frecuencia se me queda la boca seca, si no la hidrato a menudo, no puedo hablar de seguido.
  - Comprendo. ¿Podemos ir a tomar algo? No hay problema.
  - Tengo una pequeña pensión... Usted comprenderá que no es para tirar cohetes - suspiró con el desaliento propio de quien posee la certeza de que no llegará a fin de mes.
  - Yo invito. Vamos donde usted quiera.
 - En el bar - señaló el vejete el establecimiento más cercano, levántando nuevamente la vara -, sirven un vino de año que resucita a un muerto y despacha una camarera joven que es un regalo del cielo.                                               - ¡Pues no se hable más! - Eduardo ayudó al hombre a incorporarse y avanzando sin prisa recorrieron la escasa distancia -. Soy Eduardo Arenaza.
   - Joaquín Bastida Hernández, para servirle - por primera vez sonrió, mostrando una boca casi vacía.
   - Dos choperas - anunció Joaquín con la voz rejuvenecida al cruzar el umbral -. En la mesa del fondo no nos molestarán.
   - Muchas gracias, guapetona - susurró con la sonrisa puesta y la mirada tuna.
   - Lo que usted mande, Joaquín - contestó la moza.
   - ¡Quién la pillara! - suspiró el viejo -. ¡Con lo que yo fui de joven! Hice el servicio militar en Melilla y no quedó morita intacta. Aquí donde me ve y aunque no se lo crea, era resultón y tenía una labia... Pero ahora las piernas no me siguen y tengo mil achaques.
   - El que tuvo retuvo - contestó Eduardo para animarle.
   - Pues verá usted, referente a ese local, lo último que hubo fue un bar de mala muerte, que cerró hará unos cinco o seis años.
   - No puede ser. Hace poco más de medio año, el tal Bizaurze me vendió la casa. Tiene que estar confundido.
   - Oíga usted, pollo. En abril me caen los ochenta y cinco. Llevo cuarenta y siete viviendo en el número 89 de la Zapatería. Aunque usted me vea arrastrar las piernas, la cabeza la tengo en su sitio y lo que hay dentro, está todo muy bien guardado en cajoncitos de memoria. Si yo le digo que en ese local no ha habido inmobiliaria jamás, usted se lo cree a pies juntillas, porque lo que digo va a misa. ¿Me entiende usted? - el anciano apretó los labios y dejó zanjada la cuestión. Desprendía un aroma dulzón, propio de la gente de edad avanzada, que a Eduardo le transportó a los últimos días de sus padres. Joaquín parecía sacar fuerzas de algún cajón, de ésos que mantenía a buen recaudo en la trastienda de la memoria. Se había transfigurado, ya no era el vejete que  cedía paso a la vida, amortiguando suspiros.
   - Lo pone en la tarjeta - se defendió Eduardo desesperado.
   - Pues como si lo pone en la Biblia. Eso demuestra que le engañaron - sonrió divertido. Bebía a sorbos muy pequeños, saboreando cada uno como si fuera el último y entre sorbo y sorbo se relamía complacido. Sesgadamente observaba con cautela los movimientos de la camarera, que obsequiaba con buen escote a los parroquianos y cuando ésta se aproximaba a nuestra mesa y tan solo le sonreía, a él se le deshacía la mirada sin cautela - ¿Estuvo usted en el interior del local?
   - No, no estuve. Contacté por teléfono con el vendedor.
  - ¿Lo ve? ¡Dios bendiga la inocencia! - exclamó Joaquín divertido -. Lo que yo decía, se burló de usted.
   - No sé a quién recurrir ahora.
   - Si no es indiscreción, ¿qué problema tiene?
   - En realidad no se trata de un problema. He encontrado una cosa importante en la que ahora es mi casa y deseaba contactar con el vendedor para mantener una conversación con el anterior propietario.
   - ¿Es algo valioso? - parecía que quisiera alargar el rato -. ¿Hace otra chopera?
   - Por mí no hay inconveniente. Pero son más de las dos, a usted le esperará alguien en casa para comer.
   - No, majo, no. Nadie me espera, eso es lo malo. Me traen la comida de servicios sociales. Vivo solo, sabe usted. No tengo prisa para nada. Hoy toca garbanzos, que no los paso desde la posguerra. Mi abuela me atiborraba a garbanzos y desde entonces la sola visión me trae malos recuerdos.
   - Pues venga esa chopera - exclamó Eduardo. Hizo una seña a la camarera - ¿Y si picamos algo? Tal vez pueda guardar los garbanzos para mañana. Invito yo, claro está.
   A medida que Joaquín pimplaba, se le fue soltando la lengua y tomó confianza rápidamente. Volvió a recordar  sus años mozos. Eduardo le dejó hablar. Joaquín experimentaba una placidez rejuvenecida hablando de la juventud. Le enseñó una fotografía de sus años mozos. La instantánea mostraba a un Joaquín muy joven del brazo de dos moritas. ¿A quién se parecía aquel mozo?
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   Habían pasado tan solo dos semanas desde el primer encuentro con Joaquín. Éste experimentó un sublime interés por "el problema" de Eduardo, mostrándose solícito para ayudarle en lo que hubiera menester. 
   - Trabajé durante cuarenta años como cartero. ¡No te puedes imaginar lo que da de sí ese empleo! Desarrollé dotes excepcionales para el espionaje qué ríete de Ramón Mercader. Muchacho, cuenta conmigo para lo que dispongas.
   En ocasiones Joaquín no contestaba al teléfono de inmediato, a pesar de tener el inalámbrico siempre en el bolsillo de la bata de casa. Andaba un poco duro de oído. A veces, el sonido de la televisión se escuchaba desde el portal. Eduardo le telefoneó  más de diez veces a lo largo de aquel día, sin obtener respuesta. Casi anochecía cuando entraba al portal número 89 de la Zapa. En la escalera le sorprendió un penetrante  olor a sopa de ajo. Algún peldaño crujió con entusiasmo. La luz mortecina de las bombillas de cada descansillo, le ofrecía la visión velada de algunas telarañas, amparadas en los rincones. Las manchas de humedad dibujaban nubes de pobreza, soledad y abandono de los inquilinos del inmueble. Le llegaban tenues los sonidos de algunas radios. Llamó con insistencia. No hubo respuesta. Algo más preocupado, descendió las escaleras, sin reparar en los desvencijados peldaños. El aire gélido de diciembre, con aromas vacíos le recibió. Sus fosas nasales fueron las más agradecidas. Traspasó el umbral del bar El Abuelo, el preferido del anciano, buscando a la ardiente camarera. No era su día de suerte. Se acercó a la barra.
   - ¿No trabaja hoy la chica rubia? - preguntó al joven que sin dejar de moverse de una punta a otra del mostrador, atendía expertamente.
   - Ha cogido quince días de vacaciones. ¿Qué le pongo?
   - Un tinto.
  - ¿No conocerá usted por casualidad a Joaquín? Es un anciano que vive unos portales más allá - señaló la dirección -, regordete él, con bastón, arrastra un poco una pierna...
    - Solo llevo dos días trabajando, casi no conozco a los vecinos - respondió sin mostrar mucho interés.
   Otro parroquiano se le acercó por detrás.
   - ¿Buscas a Joaquín? 
   - SI - respondió, dándose la vuelta -. ¿Sabe algo de él? Llevo todo el día intentando localizarlo.
   - Está bien que alguien se ocupe de Joaquín. Es muy mayor para vivir solo - sentenció el hombre -. No es bueno que los mayores vivan solos. La soledad de los viejos es venenosa, ¿no lo cree usted?
   - Totalmente, pero, ¿sabe algo de mi amigo?
   - No le he visto hoy.
   - Según tengo entendido no tiene familia. Él dice que  está acostumbrado a cuidarse solo.
   - Le conozco de toda la vida, aunque es mayor que yo - agregó el vecino con coquetería.
   - ¿Puede hacerme un favor? - consultó Eduardo -. Tengo la llave, pero me da reparo abrir sin un testigo, ¿comprende usted?
   - ¿Por si está muerto?
 - No quiero pensar eso, pero tal vez haya sufrido un accidente, no sé...
  - Pero usted quería hablar con la camarera - el hombre le observaba con detenimiento, como si fuera un intruso que se estaba inmiscuyendo en la vida del vecino de toda la vida.
  - Porque Joaquín venía todos los días al bar, sobre todo si era su turno.
   - ¿A usted también le gusta la camarera?
   - No, a mi no - respondió Eduardo paciente.
   - ¿Qué no le gusta la Vero? No será usted de la acera de enfrente, ¿verdad?
   - No, le aseguro que solo soy amigo de Joaquín.
   - A mi no me gusta los maricones.
   Ambos mantuvieron un silencio incómodo.
   - No se lo pediría si no fuera porque estoy preocupado por Joaquín - titubeó Eduardo. 
   - No quiero que me relacionen con esa gentuza - aclaró el viejo - ¿Usted?
   -  Yo, ¿qué?
   - ¿Le gusta que le relaciones con esos enfermos?
   - ¿A qué enfermos se refiere?
   - A los maricones.
  - No son enfermos - a Eduardo le costaba mantener la calma.
   - Ya, eso dicen todos.
   - Bueno, ¿me acompaña a casa de Joaquín? 
   - No quiero líos.
  - Solo pretendo saber si Joaquín está bien. Pero si le da miedo acompañarme, lo comprendo.
   El anciano acabó el vino de un trago y se dirigió a  una mesa cercana donde le esperaba una mujer que no perdía detalle de la conversación.
   - Pepi, voy con este señor a ver que ha sido de Joaquín - anunció -. Ahora vuelvo.
   - ¿A qué tienes que ir dónde no te importa? - dijo ella con cierto reparo.
   - El amigo, que piensa que está muerto - aseguró el viejo.
   - No he dicho tal cosa - se inmiscuyó Eduardo.
  - Con más razón - argumentó Pepi sin mirar al desconocido - ¡Cómo te gusta meterte en líos! Si está muerto, tendrás que ir a declarar a la policía.
  - ¡Qué exagerada eres! Ahora vuelvo.
 Salieron a la calle. El vecino observaba a Eduardo con detenimiento.
 - Cómo son las mujeres de remilgadas para estar cosas - comentó el vecino -. La Pepi se asusta por cualquier cosa.
 Eduardo sonrió.
 - ¿Y dice usted que son amigos? - indagó cuando llegaban al portal.
  - Me está ayudando en un asunto.
  - ¿Un asunto legal?
  - Si señor.                                                                            Dos minutos después llamó a la ambulancia. No les fue posible entrar en casa de Joaquín. Permanecía tumbado en el suelo junto a la puerta. Introdujo la mano por la rendija y comprobó el pulso, Latía y el cuerpo estaba caliente. El acompañante había desaparecido. Enseguida escuchó murmullo en el portal y al acercarse al hueco de la escalera, lo vio hablando con un grupo de gente, que se agolpaba queriendo enterarse de lo sucedido. El viejo daba explicaciones. También estaba Pepi.
  - No se como te las arreglas, Julio pero siempre te metes en líos - escuchó su protesta.
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 - Es muy  buena oportunidad para usted, Joaquín - aseguraba Vero, la camarera de El Abuelo. Le acariciaba la mano al anciano, mientras le hablaba con dulzura.
  Estaban sentados en una mesa del bar, junto con Pepi y Julio. Eduardo le acompañó en su vuelta a casa. Hicieron una parada en El Abuelo. Eduardo sabía que la mejor medicina para Joaquín era reencontrarse con la joven. Joaquín les escuchaba en silencio, mirando a unos y a otros, sin decir nada.
   - Tienes que aprovechar, Joaquín. Este señor te ofrece su casa, no se trata de que dejes la tuya, sino de que tengas compañía - Julio trataba de convencerlo -. Se ve que tu amigo tiene buen corazón, lo supe desde el primer momento en que le vi. Te has pasado las navidades en el hospital y se  ha ocupado de ti. ¿Quién hace eso?
   - La soledad es muy mala compañera. Las residencias son impersonales. Son aparcaviejos. Es  como si te tiraran a la basura porque ya no sirves para nada - sentenció Pepi con vena filosófica.
   - No quiero dar guerra a nadie. Estoy mejor en mi casa hasta que Dios quiera llamarme - aseguró Joaquín.
   - Es usted muy tozudo - agregó Vero.
   - Y muy chiquillo también - recriminó Pepi -. Obedezca por una vez, ¡caramba!
   Al final accedió, no sin que Eduardo le prometiera que podía recibir las visitas de sus amigos en su nueva casa y que se pasarían siempre que quisiera  por el bar. A Eduardo le dió la impresión que estaba cohibido por el ofrecimiento, pero deseoso de dar el paso. Una semana después estaba el traslado hecho e instalado. Al dueño de la casa se le presentaba un dilema. Durante la estancia de Joaquín en el hospital no quiso mencionar el tema, aunque creía conocer la causa del síncope sufrido por Joaquín. Según el doctor que le atendió fue una insuficiencia coronaria, por lo que le habían puesto un marcapasos. Pero Eduardo sabía  cuál había sido la causa de la insuficiencia.
   No habían avanzado nada en la investigación acerca del paradero de Bizaurze. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Desestimó la tarea del rastreo. Pero relató con todo detalle lo referente al diario de la señora Blandina y todo lo que había averiguado a través de sus páginas. Para entonces ya sabía a quién le recordaba Joaquín. Lo descubrió una tarde por casualidad, al volver a releer algunas páginas, la foto cayó y al recogerla, vió el parecido tan extremado que tenía el joven de la foto con Joaquín en sus tiempos de mili. Fue atando hilos, una cosa derivó en otra y fácilmente llegó a la conclusión de que Joaquín era el hijo perdido de la señora Blandina. Joaquín también trataba de recabar pistas manejando las páginas del diario.
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   Iba para un mes que Joaquín vivía en casa de Eduardo. Se había recuperado muy bien y disfrutaba de la buena comida. Le gustaba todo, exceptuando los garbanzos. Para lo demás no ponía reparos. Se dejaba cuidar y se mostraba agradecido. Era fácil encariñarse con él.
   - Nací en  1934 - comenzó Joaquín una vez de que el café estuvo servido, un domingo en el que se había mostrado taciturno durante toda la mañana y melancólico a lo largo de la comida. El aroma del café invitaba a la confidencia -. Mi madre tenía diecisiete años cuando se quedó embarazada. 
   - ¿Qué sabes de tu madre?
   - Todo lo que me contó mi padre, Rafael. He visto la foto - rebuscó en una cartera ajada y sacó la misma fotografía que la que su madre había guardado con tanto celo entre las páginas del recuerdo.
   - Es sorprendente - aseguró Eduardo, casi sin dar crédito -. Parece mentira que nos hayamos encontrado -. ¿Tratas de decirme que viviste con tu padre? ¿Por qué no buscó al amor de su vida?
   - Eran tiempos difíciles para el amor entre distintos.
   - ¿Qué quieres decir?
   - Por el diario conoces un poco a mi abuelo. Debía ser un típo exigente a la par que tirano. La familia de mi madre estaba muy bien situada. Mi abuelo era médico. En aquellos años, los médicos eran personas importantes, llevaban sombrero, emblema de distinción en aquella Vitoria provinciana. Las apariencias pesaban como losas. Mi madre era menor de edad. La familia de mi padre era pobre, pero pobre de solemnidad y también analfabeta. A mi madre se la llevaron a Pamplona, a casa de unos familiares, en cuanto se enteraron de la deshonra. Mi padre nunca la olvidó. Ahora sé que ella tampoco - añadió con mansa calma -. Mi madre se las arregló para que le llegará una carta a su amado, pocos días antes de mi nacimiento. Los padres de entonces no eran como los de ahora.
   Hubo un silencio largo y espeso. Eduardo miraba sin ver a través del ventanal de la terraza. La tarde se cubría de frío y de templanza. De vez en cuando observaba a Joaquín, que con sonrisa beatífica, se perdía entre recuerdos insondables.
  - Ya te he dicho que mis abuelos paternos eran de condición económica, social y cultural muy inferiores. La ignorancia es bruta y por eso mismo, fácil de persuadir. Ambos abuelos hablaron, casi sin tocarse ni mirarse. A cada uno le producía repugnancia la presencia del otro. Joaquín, era el nombre de mi abuelo paterno, se explicó como mejor pudo, a golpes. El abuelo médico no sé como se llamaba, pero les regaló el niño, como quien dice. A mi no me quería. Firmaron un pacto. El niño a cambio de que mi padre no volviera a ver a mi madre. También aportó una cantidad de dinero. La pobreza y la incultura no están hechas para alimentar bocas. Aunque brutos e ignorantes, no faltaron a su palabra. 
   - Es una historia muy triste.
   - ¡De novela! - exclamó Joaquín emocionado -. Nací el 2 de abril de 1934. El mismo día que Manuel Azaña fundó el partido Izquierda Republicana. Mi abuelo paterno pensó que ese hecho era una injuria. ¡Ya ves! Rafael, mi padre, me contó que mi madre era una mujer dulce, apasionada y muy fuerte. Muy luchadora, también. De las que se dicen de rompe y rasga.
   - Eso me pareció a mi también al leer el diario. Una sufridora nata.
   - Una lástima que no haya tenido oportunidad de conocerla nunca. 
   - Por lo que leí del diario, a ella le contaron que tu habías muerto al nacer, por esa razón no te buscó. Si hubiera tenido la certeza de que vivías, hubiera revuelto medio mundo hasta encontrarte. 
   - ¡Qué crueldad! - Dijo Joaquín con los ojos arrasados -. ¡Que mal nacido es el hombre que niega a su propia hija el amor de sus entrañas! Le gustase o no mi padre, por encima de todo estaba la felicidad de su hija, yo era su nieto, fruto del amor - trasmitía rabia. Eduardo le tomó la mano. Se sentía sobrecogido.
   - Tranquilo, Joaquín. No se lleve mal rato. La vida le dió muchos desaires pero ahora le regala una nueva oportunidad.
   - No, hijo. No te engañes, la vida ni da ni quita. Somos nosotros. El cabrón de mi abuelo me robó mil oportunidades y tú me has regalado un trozo de felicidad, sin ser de mi sangre. Eso es lo hermoso de esta historia.
   - Ahora somos de la familia. Esa familia que no comparte ramas de árbol genealógico.
   -  ¡Ni puta falta que hace! En algún sitio he leído que los amigos son la familia que uno elige.
   Fueron pasando los días fríos, pálidos y  sombríos del invierno.
   - Desisto de encontrar a Bizaurce. A ese hombre se lo ha tragado la tierra - comenté durante un desayuno, unos días antes del cumpleaños de Joaquín.
   - ¿Qué piensas hacer con las cenizas de la tía Heriberta?
   - Lo que ella quería. Las tiraremos desde la balconada de San Miguel, cualquier día en cuento celebremos tu cumpleaños. Y, ¿esa cara de sorpresa? - indagó ante Joaquín que había levantado una ceja y disimulaba la risa.
   - No me parece buena idea - se limitó a responder.
   - Fue su último deseo. 
   - O el deseo de la bruja de Lourdes para quitarse el marrón de encima. Eres demasiado inocentón, Eduardo. Te lo crees todo - añadió sin poder contener la risotada.
   - No creo que nadie en su sano juicio sea capaz de jugar con los sentimientos de una anciana.
  - ¡Lo que yo digo! ¡Tontico perdido!
   - ¡Qué no! ¡Hombre! ¡Qué no puede ser!
   - Bien claro lo decía mi madre en el diario. Toda la familia era igual. De padres gatos, hijos michinos, que decía mi abuela. Descendientes de mi abuelo... ¡Cómo iban a ser!
   - Tu madre era hija de tu abuelo y era muy buena persona - protestó Eduardo airado.
   - Se parecería a mi abuela, que debía ser distinta. Buena gente, pero mujer al fin y al cabo.
   - ¿Ahora me sales con argumentos machistas?
   - No, hombre. Quiero decir que en aquellos años, las mujeres no tenían ni voz ni voto. A callar, que para hablar ya estaba el marido, que era el hombre de la casa. Pero volviendo a tía Heriberta y a Lourdes, que ya sabemos como las gasta la sobrina y el Mújica, ¿tú crees que tía Heriberta, que se había visto arrastrada a la residencia, le iba a pedir un último deseo a la sobrinita de marras, que le había encerrado allí para cogerse sus dineros?
   - Tal vez tengas razón - contestó mohíno -. Me hacía ilusión.
   - ¡Ah! Eso es otra cosa. Si a ti te hace ilusión, no tengo nada que decir - guardó silencio pero Eduardo intuyó que le gustaría agregar algo más.
   - Pero... Algo te ronda, ¿no es así?
   - ¡Qué bien me conoces! 
   - ¡Adelante! No te cortes. Dime lo que estás pensando.
   - Ya te lo he dicho. No es buena idea.
  - ¿Cómo no va a ser buena idea, Joaquín? A cualquier vitoriano que se precie le gustaría volar desde San Miguel.
  - Si, hombre si. ¡En tirolina! Piensa un poco porqué digo que no es buena idea.
   - Me sigue pareciendo un detalle precioso.
   - Pues, ¡no se hable más! Adelante con los faroles. Pero que sea sobre las nueve de la mañana, no más tarde.
  - Dame tu opinión y da opciones sobre lo que podemos hacer.
   - ¿Qué se puede hacer con el polvo de tía Heriberta? - explotó en una sonora carcajada - ¿De verdad crees que alguien que se expresa con esa desfachatez de las cenizas de un ser querido, puede hablar en serio? ¡Ay, Eduardo! ¡Qué sensiblón eres!
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   El cumpleaños de Joaquín fue un acontecimiento. Lo celebraron por todo lo alto. Les acompañaron los primos de Eduardo,  Vero, Pepi y Julio.  
  - ¡Qué bueno eres, Eduardo! - Joaquín le abrazó emocionado, mientras ambos recogían la vajilla y los regalos  -. Ha sido un cumpleaños estupendo.
   No habían vuelto a mencionar nada de tía Heriberta. El 15 de abril, amaneció tardío. Lluvioso y triste. A Eduardo le pareció buen momento para llevar a cabo el deseo de la tía. No le dijo nada al respecto. Se pertrecharon con ropa de abrigo y Joaquín se enfundó la bufanda. Protestó porque no quería ir muy lejos. A primera hora cayeron cuatro copos y le amilanaron. 
   - Me lo tenía que haber imaginado - exclamó cuando le vio que metía la arquita de las cenizas en una bolsa de papel -. Mira que eres cabezota, Eduardo. Todo lo que tienes de buena persona, lo tienes de burro.
  - Tampoco es que tú hayas aportado ideas - soltó el aludido sonriendo.
  El camino lo hicieron en silencio. A Joaquín le costaba  andar un poco más de lo habitual. De vez en cuando se quejaba de frío, murmuraba por lo  bajo y se hacía el remolón.
  - ¿No puedes ir un poco más rápido? Nos va a costar una eternidad.
   - ¡Voy obligado! Lo podías haber tirado al Gorbea cualquier día de verano.
   - ¿Se te acaba de ocurrir? Porque esa brillante idea podías haberla mencionado antes.
   - Tú te has empeñado desde el principio en darle gusta a la familia, pues ahora apechuga.
   - Lo hago encantado. No tengo que apechugar con nada - Eduardo comenzó a enfadarse.
   - No te mosquees, hombre - murmuró de nuevo.
   - No te entiendo, ¿qué mascullas?
   - Que no les debes nada a esa familia.
   - Esa familia, como tú dices, son tu familia. Lo hago por tu madre.
   - Lo haces por ti - sentenció el viejo.
  - No elegí tener las cenizas de una desconocida en mi casa. Lo hago porque creo que es mi deber.
   - ¿Tu deber? ¡Tiene cojones!
   - Si no querías venir, con haberlo dicho, bastaba.
   - No me has dado la oportunidad. Está un día de perros, no hay cuatro gatos en la calle pero tú tenías que cumplir una misión, hoy precisamente.
   - Vamos por los Arquillos para evitar las escaleras.
   - ¿Más vuelta? ¡Me estás jodiendo el día!
  - Si quieres te quedas en un bar esperando, voy rápido, lo hago y vuelvo a buscarte dijo parándose en seco.
  - Tira, tira. Ya que he llegado hasta aquí, quiero ver el circo completo. Me voy a reír un poco de ti - volvían a estar parados y Eduardo le miraba con displicencia - ¡Venga! Eduardo, majo. ¡Arrea!
   Siguieron en silencio. Desde la balaustrada de San Miguel la plaza aparecía desierta. Caía una lluvia menuda y fría. Algunos viandantes caminaban deprisa. Nadie reparo en las dos figuras que se asomaban junto a Celedón. Eduardo abrió la arquita y el aire y el impulso hicieron el resto. El fino polvo de tía Heriberta se extendió como un enjambre de insectos que volaron sin orden. Algo de tía Heriberta se quedó sobre la balconada, pero lo demás se disipó en el aire y poco a poco descendió sobre el asfalto.
   - ¡Misión cumplida! - exclamó Joaquín e hizo intención de comenzar a andar.
   - Pareces divertido.
   - ¡Hombre! Enseguida empieza lo bueno, ya veras. Vamos que desde abajo lo veremos mejor.
   - ¿Así sin más? Un Padrenuestro le podemos rezar, ¿no te parece?
   - Hace frío y rezar también se puede mientras se anda.
  - ¿Dónde vas? - Eduardo muy serio vio que Joaquín se dirigía hacia la escalinata.
   - Si damos la vuelta, nos lo perdemos. ¡Mira, ya viene!
   Eduardo miró hacia la plaza, no vio nada de interés. Siguió a Joaquín que se acercaba a las escaleras con paso vacilante. Parecía que andaba más ligero.
   - ¿Ves lo que va a pasar con el polvo ese que has tirado? - A Joaquín se le veía divertido.
   Eduardo se paró en seco. La barredora del ayuntamiento recogía sin reparó todo lo que había en la acera, incluido el polvo de tía Heriberta que se había quedado por allí, supuestamente.
   - En la siguiente pasada se lleva el resto - casi no se le entendió la frase por la risa -. Somos una familia de cabrones, Eduardo y tú eres muy bonico. ¡No te quedes ahí parado!
   - ¿Por qué no me dijiste esto antes? - Eduardo también sonreía.
  - ¿Y perderme el espectáculo? Vamos a tomar algo al Mentirón. Invito yo.
   - ¡Razón no te falta! ¡Panda de cabrones! ¡Qué familia!
  - Tengo a quién parecerme. Mi padre me decía que me parecía mucho al abuelo, al cabrito, claro está - le bailaba una sonrisa dulce en la mirada -. Cógeme del brazo y aligera el paso, que hace rasca.

  
  
                                     
  
 

lunes, 8 de junio de 2020

DE MUJER A MUJER

   Seas Muestra de perfume, de ganchillo o de afecto, Maestra de ciencia infusa, Madera de pino, arce, roble  o contrachapada, Mueble guardarropa o secreter, Misterio por descubrir o isla Misteriosa, Madeja para tejer un destino, Mano de pintura, de santo, de obra o de las que se buscan para estrechar sin descanso, Moderna o antigua reliquia... También eres Madrugada, Madurez, Magia, Madre, Mirada, Motor... Y sobre todo eres M.
   Tanto si eres Única e irrepetible, Unión de la que hace la fuerza, Universo, galaxia, estrella o planeta oscuro, Ungüento balsámico, capaz de cerrar cualquier herida, Ubicación actual y exacta... También eres Una, Urna, Uña, Umbral, Urgencia, Unísona... Y sobre todo eres U.
   Tal vez te sientes como Jinete sin cabeza, pálido o del apocalipsis, Jefa de tu camino o de un mundo integral, Jacal guarecedor, humilde o resignada, Jacaranda frondosa y tropical, Jarcia lista para zarpar, Jadeo incontenido, pasional o emocional, Jueves de pintxo-pote, de lardero, o santo, Jarabe de palo o para la tos... También serás Jaleo, Jirón, Justicia, Juramento, Jardín... Y también serás J.
   Te verán como Esperanza de la que nunca se pierde, Edificio sólido, en maqueta o en construcción, Educación física, secundaria obligatoria o esmerada, Empalizada cercadora, efectiva y amorosa, Embrión, origen y principio... Y también serás Emblema, Escudo, Efecto, Ejército, Ecuación, Economía... Y también E.
   Seas Raíz profunda, cuadrada o morfema, Racimo de uvas, conjunto o Ristra de ajos, Recogedor de abrazos o lágrimas, Receta de jugoso bizcocho o de botica... Además serás Recorrido, Recurso, Remedio, Remiendo, Refugio, Risa... Y serás R.
   También se que eres Astucia, Batalla, Caminata, chocolate, Duende, Éxito, Fantasía, Generosidad, Huella, Imagen, Jabugo, Karma, Logro, Llamada, Manantial, Néctar, eÑe, Obsequio, Paciencia, Quilate, Rincón, Seguridad, Tesoro, Urdidora, Valiente, Xilófono, Yudoka, Zaguán... Y por encima de todo eres MUJER.