Adela observó el paisaje del pantano de Ullibarri-Gamboa. La niebla espesa le otorgaba un aspecto lunar de quietud sobrecogedora. Era un frío amanecer de finales de marzo. A través del ventanal se sintió levemente protegida por fuerzas invisibles que permanecían paralizadas en la inmovilidad confusa. El terror le acompañaba, enfermizo e incorpóreo, en el interior de la casa. Por segunda vez, se sirvió una generosa dosis de brandy. No le era grato al paladar pero como aseguraba Marcos, infundía valor en ocasiones especiales. Convencida de que ésta resultaba una oportunidad excelente, paladeó el licor a sorbos lentos. La primera copa, llegó al estómago calentando los músculos tras una trepidante carrera abrasadora por el esófago. Le seguían ardiendo las entrañas pero quince minutos después, se atrevió con la segunda y al rato, hubo una tercera copa. A cada sorbo sentía náuseas. Media hora después, fregó la copa despacio, mimando el vidrio. Solo entonces se percató de que Marcos las compró en un chino. Comenzó una llantina quejumbrosa y sintió un dolor inmenso en cada uno de sus huesos.
Sentado en el suelo de la cocina, con las piernas estiradas, la espalda apoyada en los azulejos y la cabeza un poco ladeada sobre el hombro derecho, Marcos le clavaba la mirada inquisidora, produciendo en Adela una confusión de rechazo y benevolencia. La actitud de Marcos se había vuelto pasiva, aunque seguía resultando amenazadora.
Titubeó con la copa limpia en la mano pero después de unos segundos, decidió depositarla en la alacena junto con la botella de brandy Carlos I Gran reserva, según se leía en la etiqueta. "¿Cuánto me habrá costado este mejunje?", se preguntó. Antes de cerrar la alacena bebió a gollete unos tragos más. Abrió el balcón de par en par. Sus movimientos lentos se centraron en la lejana carretera solitaria. La niebla aportaba un aspecto feroz a las aguas tranquilas y grises y a las casas vecinas, como habitadas por fantasmas.
Un movimiento a su espalda, le estremeció. Se trataba de Melocotón, que mimoso, le lamía las piernas y maullaba aterrado o así se lo pareció a Adela.
- Nunca más volverá a hacernos daño, corazón - aseguró tomando al gato entre sus brazos y meciéndolo como si fuera un bebé.
Marcos llegó a su vida dos años atrás, cuando ella había renunciado a la felicidad con un hombre. Tan poco agraciada se sentía, que no concebía la idea de vivir un amor intenso más que en sueños. Había disfrutado de algunas experiencias, nada serio o más bien, nada importante. O tal vez su madre tuviese razón. Solía decirle que era demasiado vulgar con los hombres, enamoradiza, vulnerable, frágil.
- A los hombres hay que ponerles las cosas difíciles, hija, de lo contrario se te suben a la chepa.
La llegada de Marcos fue distinta y representó un antes y un después. Lo hizo con la premura de un beso solapado, envuelto en su sonrisa abierta, con los dientes blancos y los ojos verdes y grandes, con la cabeza muy bien amueblada y con claridad de ideas. A Adela le pareció un hombre magnífico en toda su extensión. Y le recibió con los brazos abiertos, con el deseo enamorado y la ilusión renacida. Él, conocedor de que su físico le abría de par en par las puertas que quisiera, se dejo seducir, aunque primero aseguró que buscaba trabajo de cualquier cosa. En un pueblo siempre hay labores más propias de hombres que de mujeres y con la certeza de poder hacerle un tremendo favor, Adela le contrató a cambio de comida y cama, que era lo que él andaba buscando.
Un atardecer perdido en el tiempo de la desidia, apareció en el zaguán, sudoroso, con la camisa de cuadros desabrochada y remangada, mostrando el torso bronceado y con un brillo especial en la mirada. Se sentó junto a Adela, que cosía. De inmediato abandonó la labor y se entregó a su mirada cálida.
- Comienza a refrescar - aseguró ella sin poder apartar sus ojos de los inmensos e inconmensurables de Marcos.
Él rodeó el cuerpo de la mujer, haciéndole sentir el calor y con suma delicadeza atrajo su cuerpo tembloroso hacia su pecho. Adela sintió el sudor, la fuerza, el vigor y la hombría. Sus manos paladearon un regusto de serenidad y la felicidad que sintió en aquel momento, le anunció que se estaba enamorando. Todo en Marcos rezumaba sensualidad.
- Te protegeré, te cuidaré, guiaré tus pasos. Tus ojos serán mis ojos, me beberé tus palabras y te comeré a besos... - hizo una breve pausa y antes de besarle con liviana delicadeza, añadió -: si me dejas amarte.
En aquellos momentos el mundo se paró a sus pies y tuvo el más goloso de los orgasmos.
- ¡Qué cosas tan bonitas dices! - acertó a tartamudear.
- Es este lugar de ensueño... junto a ti - concluyó perdida la mirada en las aguas del pantano.
Aquella misma noche se poseyeron, se amaron, se comprometieron y se juraron amor eterno, goteando sensiblería. Tres meses después de aquel atardecer tórrido de amor contrajeron matrimonio.
¿Por qué siempre se enamoraba de hombres que le prometían el oro y el moro? ¿Qué poder recóndito ocultaban ellos y la obligaba a volverse tonta de remate? ¿Por qué se abría de piernas con el primer cantamañanas que le sonreía tres veces seguidas? ¿Era necesario comportarse como una ramera para arrastrar a un buen hombre hasta su lecho? Durante el tiempo interminable que duró el matrimonio, se preguntó repetidas veces éstas y otras cuestiones similares.
El amor y la protección duraron apenas un suspiro. El encanto de Marcos se derrumbó de golpe como causado por una explosión violenta. Arrastró y arrasó sus sueños, le rompió las ilusiones, se desvanecieron las esperanzas. Se pertrechó el pánico en todos los poros de la piel de Adela. Los gritos enfurecidos, los insultos vocingleros y los golpes se hicieron cotidianos. Pronto las maneras se volvieron toscas, las sonrisas fueron sustituidas por gruñidos de inconformismo, la galantería dio paso a palabras soeces, los insultos se hicieron cotidianos. El verde de su mirada se transformó de la noche a la mañana en oscuridad latente. Las palizas, llegaron sin avisar pero siempre con la afirmación de que no le quedaba más remedio de darle una buena tunda para enseñarle respeto y devoción. Mientras le zurraba, aseguraba sentirlo mucho, porque si había una cosa que le quedaba clara a Adela, era que Marcos continuaba amándola con locura. Con este certero mensaje, se auto convenció que merecía casi a diario una buena somanta.
Y con esa ponzoñosa manera de amar, habían pasado algo más de dos agónicos y tediosos años. A veces le costaba levantarse, dolorida y marcada, se negaba a ser vista. Dejo de relacionarse con los vecinos, dejo las charlas de media tarde, aparcó la misa de los domingos. Se sintió dominada, sola, despreciada, inútil y lo peor de todo, se sintió culpable y merecedora de los golpes. En esas dolientes mañanas, Marcos le cuidaba, con mimo, le curaba las heridas, la amaba con delirio, le besaba como los primeros días y ella callaba y perdonaba. A los dos o tres días, casi sin aviso ni acuse de recibo, llegaba otra torta a destiempo, en el mejor de los casos o en el peor, otra paliza. Y así un día tras otro.
Hacía poco más de tres semanas que le sorprendió propinando una patada a Melocotón, que huyó con la misma rapidez que si se hubiera topado con el mismísimo diablo. Le extrañaba que a veces el minino cojeara, mientras Marcos aseguraba que era demasiado viejo. Al descubrir la realidad, se desencadenó el desenlace.
.......................
Escuchó algo parecido a un crujido producido por los neumáticos del coche patrulla de la ertzaintza sobre la gravilla del camino que conducía a la casa. Le pareció que los funcionarios descendían del vehículo a cámara lenta. Los movimientos se hicieron imperceptibles mientras avanzaban hacia el porche. Escuchó el timbre de la puerta principal, como el aullido ahogado de un animal herido. Melocotón maulló.
- ¡Ya están aquí! - Adela sonrió a Marcos, dirigiéndole una mirada de soslayo. Marcos respondió con la mirada velada y tardía.
La llamada volvió a sonar con más insistencia. Adela se apresuró a abrir con el mínimo en brazos.
- Buenos días - saludaron los agentes.
La mujer ensayó un pucherete pero las lágrimas no acudieron.
- Está en la cocina - susurró, haciéndose a un lado.
Avanzaron tras Adela. Se arrodillaron junto al hombre y le tomaron el pulso.
- Señora, está muerto - anunció uno de ellos, sin dejar de observar el cadáver.
- Esa impresión me ha dado - añadió ella.
- ¿Qué ha ocurrido? - indagó el segundo ertzaina, poniéndose en pie. A Adela le pareció que había crecido desde que entró en la casa.
- No lo sé con exactitud. Llevaba un buen rato trasteando en la cocina, mientras yo me ocupaba de hacer la habitación en la planta de arriba. He escuchado un golpe seco. No pensé en que se hubiera hecho daño ni siquiera en que hubiera sufrido una caída. He tardado en bajar como unos quince minutos o tal vez más y lo he encontrado tumbado, sin sentido.
- ¿Ha tocado algo? - preguntó el primero. A Adela le dio la impresión de que quiso preguntar, "¿por qué le ha tocado?"
- Me he acercado y le he zarandeado con suavidad, claro. Sé que no tenía que haberlo hecho. Quiero decir, si ha sido un infarto, hubiera sido mejor no moverlo. Pero no lo he pensado, la verdad. Una nunca sabe qué hacer en estas situaciones. Me he asustado.
- Debería haber solicitado una ambulancia - aseguró uno de ellos.
- Me he puesto muy nerviosa - replicó. Le dio la impresión de que el agente le regañaba.
- ¿Sufría su marido del corazón?
- Tuvo una angina de pecho hace algo más de tres años - no estaba segura de que fuera cierto pero eso le contó Marcos en las primeras conversaciones. Con el tiempo comprobó que mentía con bastante facilidad -. Ahora estaba perfectamente pero el corazón no avisa, según dicen.
- Lo siento mucho, señora. Si hubiera llamado de inmediato a urgencias, tal vez... - el policía parecía querer disculparse -. En estos casos poco podemos hacer nosotros.
La mujer se mostró cabizbaja. A partir de entonces, toda la labor pertinente la ejecutaron ellos. Poco a poco la casa se fue llenando de diferentes expertos. Médico forense, más policía, algunos de paisano, otros de uniforme... Una ambulancia trasladó horas después el cadáver de Marcos al tanatorio de Gamarra.
La autopsia practicada despejó algunas dudas. Se encontró en su estómago cantidad suficiente de Ranolacina, medicamento para tratar la angina de pecho, como para matar a un elefante. Entre llantos y desvanecimientos, la viuda relató que él mismo se preparaba las medicinas y tomaba las dosis correspondientes. "Era muy responsable y meticuloso", agregó. También se encontraron restos de Claritromicina, antibiótico utilizado para tratar infecciones de las vías respiratorias, de la piel, el estómago o el intestino. Sobre estas dolencias, la viuda aseguró no conocer ninguna de esas enfermedades en su marido.
............................
Tras descubrir que Melocotón también sufría violencia por parte de Marcos, comenzó a barajar la posibilidad de deshacerse del opresor esposo. En un principio pensó en aniquilar a Marcos con raticida, dosificándoselo en pequeñas pero certeras cantidades en el café de la mañana y en el de la sobremesa y en el vino. Hacía poco que leyó un libro titulado "Raticida en el café", del cual tomó la idea. Lo desechó de inmediato. No pretendía que la condenasen durante equis años. Era una víctima, no una asesina. Después del raticida, se le ocurrió propinarle un certero golpe en la nuca con una merluza o una pata de cordero congeladas. Haría desaparecer el "arma" comiéndosela posteriormente. Enseguida decidió que le produciría repulsión y además con la envergadura de Marcos, lo de certero resultaría poco probable, así como arrastrarlo y hundirlo en el pantano, ya que se consideraba mujer de escasa fuerza. Fríamente meditó sobre la idea. En el remoto caso de lograr semejante proeza, el cuerpo volvería a la superficie más pronto que tarde. Marcos siempre fue muy tocapelotas, detalle que tardó demasiado tiempo en descubrir. Incluso después de muerto le jodería la vida. De lograr la hazaña, se abriría una investigación de la que sería mucho más difícil salir inmune. Necesitaba disfrutar de la vida, no pagar con cárcel la muerte de su nocivo esposo. Lo mejor sería utilizar las medicinas que guardaba en el botiquín, algunas ya pasadas de fecha, de las que tomaba su madre. Encontró una caja de Ranolacina, que debía ser para el corazón y otra llamada claritromicina, que recordó que era para el aparato respiratorio. Ni siquiera se molestó en leer los prospectos. Cualquier medicamento mezclado con alcohol y en grandes dosis, sería letal. Las trituró y las disolvió en el vino. Resultaron mortíferas en pocos días.
...............
- A partir de ahora seremos felices. No consentiré que ningún hombre malo nos haga daño. De ahora en adelante nadie será capaz de perturbar nuestra vida - se dirigió a Melocotón, que ajeno a los últimos acontecimientos ronroneaba a sus pies. Abrió la alacena, tomó una copa de las del chino y la botella de brandy. Los gustos de Marcos siempre fueron caros a partir del matrimonio, principalmente porque se costeaban con su dinero. Antes de casarse él le aseguró que lo de cada uno sería de los dos. Marcos llegó con lo puesto, así que poco aportó. Sin embargo, bien que se aplicó el cuento de que lo de su esposa era de él y solo para su disfrute. Se sirvió una generosa cantidad del Carlos I. - Después de todo me va a terminar gustando este brebaje - paladeó el licor y añadió en voz alta -: Ahora es mi tiempo, Marcos. Ha llegado tu hora. ¡Chinchín!