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lunes, 14 de diciembre de 2020

LA BOLSA

 Garazi tembló de pies a cabeza cuando la puerta de la taberna que atendía se entornó. El mes de enero enfriaba las noches y las envolvía en una gélida niebla de desamparo. No había parado de nevar en todo el día. En las pocas ocasiones que la puerta se abrió, el frío se coló como un intruso que portase muerte a sus espaldas. En aquellos instantes, en un canal de noticias, se anunciaba nieve a menos de trescientos metros para las próximas cuarenta y ocho horas, temperaturas diurnas por debajo de cero grados y fuertes heladas nocturnas. Se estremeció cuando vio reaparecer al joven de nuevo.
  - ¿Has recogido una bolsa de deportes? - preguntó, mostrando una sonrisa inocente y persuasiva -. La dejé olvidada bajo una de estas mesas.
  La camarera apoyó el cuerpo en el mostrador retorciéndose las manos. Rehusó los ojos oscuros del joven y negó con la cabeza, sintiéndose incapaz de responder.
  - ¿No? - inquirió desconfiado -. Es una bolsa negra, bastante grande.
  - No la he visto. Lo siento - se atrevió a declarar, permaneciendo en tensión.
  - No te creo - el tono lacónico y tranquilo del tipo, hizo que aumentara el pánico de Garazi.
  - Tal vez algún cliente... - notó que la voz le temblaba -. Las bolsas de deportes suelen ser parecidas.
 - ¡Oye guapa! No tengo tiempo que perder. Necesito la bolsa ahora mismo. Así que mueve tu culito y devuélvemela - el joven pareció desprenderse de la inocencia y la simpatía que esgrimió al regresar a la taberna y toda su persona se transformó en agresividad.
  - Es que no he visto tu bolsa, de verdad - al levantar la vista, sus ojos se encontraron con los del joven, que repentinamente se convirtió en un hombre mucho más viejo -. Por un momento, pensé que habías vuelto por mí - aseguró melosa.
  - ¡No, rica! He vuelto porque he perdido mi bolsa con... - titubeó unos instantes - con mis cosas. Llevo documentos muy importantes. No puedo perder el tiempo en tonterías pero tengo el presentimiento de que tú sabes dónde está - hizo un gesto de suficiencia, recalcando las últimas palabras.
  Antes de que contestara, se abrió de nuevo la puerta, dando paso a dos vecinos.
  - ¡Menuda nochecita! Garazi, guapa, dos cortados - solicitó uno de ellos sin detenerse a mirar al joven.
  La camarera se contoneó a lo largo de la barra. El joven se alejó de los clientes y se sentó en un taburete. Ojeó el Marca. En el bar había otros tres parroquianos más que jugaban al dominó en una mesa al fondo del local. La camarera sirvió los cafés y los cobró. Después de veinte minutos, los  vecinos, que mantenían alguna discrepancia sobre el último partido de fútbol, abandonaron la taberna, deseando buenas noches a la camarera.
  - No sé nada de tu bolsa, en serio - repitió la muchacha acercándose al joven -.  Creo recordar que  cuanto tú entraste, los juveniles del equipo de fútbol merendaban unas tortillas. Lo hacen todos los martes, después del entrenamiento. El campo está ahí enfrente...
  - Me importa una mierda cuándo o dónde jueguen esos putos mocosos - estalló recordando al grupo de chavales vociferando cerca de él.
 - Quiero decir que también llevaban  bolsas de deporte. Si te sentaste en... ¿Has dicho esa mesa? - señaló la más cercana a la barra -.  Creo recordar que ellos ocuparon la siguiente. Seguro que alguno se confundió y mañana te la devolverán.
  - No puede ser. Si la hubieran cambiado, aquí estaría la bolsa del chaval, ¿no crees? Pero no hay ninguna.
 - No hay ninguna - repitió Garazi sin argumentos, intentando inventar algo convincente.
 - Creo que no me estás diciendo la verdad. Tú has recogido mi bolsa. Te aconsejó que me la devuelvas inmediatamente. De lo contrario, me cabrearé y cuando me cabreo pasan cosas muy malas - el joven habló tranquilo pero sonriendo siniestramente -. ¿Entiendes Garazi o necesitas más explicación?
  - No se nada de tu bolsa. Lo siento. Tal vez alguno de los chicos, pensó que la bolsa, es decir la tuya, era de alguno de sus compañeros y se llevó la suya y la tuya. Esas cosas pasan con frecuencia. Mañana te lo devolverán. No te preocupes, la gente de aquí es legal.
  - Necesito la puta bolsa...  ¡Ahora! - elevó el tono -. Y ahora no es mañana.
  Los que jugaban al dominó le dirigieron miradas curiosas pero seguidamente se concentraron en la partida.
 - No eres de por aquí - más que una pregunta fue una afirmación. Trató de ganar tiempo.
  - No me moveré hasta que no recupere mi bolsa - exclamó excitado.
  - ¿Cómo te la voy a devolver si no la tengo?
 - Éste parece un pueblo tranquilo. Seguro que os conocéis todos.
 - Así es. Personalmente conozco a los 130 habitantes del pueblo... menos a ti - observó al tipo mirándole fijamente a los ojos, por primera vez -. También a mi me conocen todos.
  - Pues empieza a contactar con todos los del equipo. Mi bolsa debe aparecer ipso facto.
  - Primero tengo que cerrar. Ya es hora - dijo la chica haciendo un mohín de desagrado.
 - ¿Con esos dentro? - preguntó irónico señalando a los del dominó.
  - Se van alrededor de las once, faltan diez minutos - aseguró echando una ojeada al reloj de pared.
  - ¿Qué hay de mi bolsa?
  - Por las mañanas abro a las diez. El que se la haya llevado, la devolverá a primera hora. Te lo garantizo. Te he dicho antes que los de aquí somos de ley y es verdad.
 - No puedo esperar a mañana.
  - De acuerdo. Llamaré a uno y que vayan formando una cadena. Será cuestión de una hora, a lo sumo - se fue hacia la cocina.
  - ¿Dónde coño vas?               - Pues mira, ya que lo preguntas, voy dónde me da la gana. ¿Te tengo que pedir permiso para moverme en mi taberna? Voy a coger unas monedas sueltas - se decidió a aclarar -. ¿Ves el teléfono de monedas al otro lado de la barra? Increíble, ¿verdad? Pues ya ves, todavía lo usamos en este pueblo. Hay mucha gente mayor que no se aclara con los móviles. 
  - No me creo una palabra. Te acompaño - asió a la camarera fuertemente del brazo desde el otro lado de la barra.
  - ¿Quién te crees que eres? Me importa un bledo que te lo creas o no. Voy a entrar sola en mi cocina -  aseguró elevando la voz -. Soy inofensiva, confía en mí. 
  - Utiliza el móvil. ¿O es que tú también tienes problemas con la tecnología? 
  - Las llamadas de trabajo, las hago desde el teléfono del bar.
  - Perdona. Mañana temprano tengo que estar en Vitoria. Tengo que coger un avión - se disculpó -. Estoy algo nervioso.
 - Llegarás a tiempo. La distancia es mínima. En veinte minutos estás en Vitoria, tirando por lo alto. No seas agonías. Tardaré solo unos minutos.
  Se sumergió en la cocina. Del interior de un armario, sacó la bolsa negra de deporte. En cuanto se dio cuenta de que el joven la había olvidado, salió a la calle, pero al no encontrarlo, la llevó a la cocina. La curiosidad siempre fue debilidad en Garazi. Pesaba demasiado. Al abrirla descubrió que estaba repleta de billetes de cien y doscientos euros. Sobre los fajos descansaba una caja pequeña. En un lateral se leía WALTHER, cosa que no le sacó de dudas. Abrió la caja y ante ella apareció una pistola pequeña y  lo que supuso que sería un silenciador. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Asustada, escondió la bolsa y salió a la barra, aparentando tranquilidad. Pensó en qué hacer. Ni se planteó el hecho de que el tipo volviese a por ella pero minutos después volvió el joven reclamándola.
  De nuevo tenía ante sí la bolsa abierta, los fajos a la vista, la pistola fría, invitándole a usarla. Ni siquiera pensó en que estuviera cargada, lo dio por hecho.
  Los jugadores de dominó se despidieron y abandonaron la taberna. Se sintió enferma, desolada.
  "Tranquila, Garazi. Por fin ha llegado tu oportunidad", se dijo, intentando no perder la calma.
  Desde su posición veía al joven de perfil. Disparó sin pensar. Apuntó a la cabeza pero atinó en el hombro. 
  El muchacho trastabilló, le miró desquiciado. Garazi, salió de la cocina. A escasos centímetros volvió a disparar, dos, tres, cuatro veces más. La mayoría rozaron el mobiliario,  uno de los disparos, astilló el marco de la puerta  pero otro  reventó el pómulo derecho del joven.
  Limpió las huellas de la pistola sin prisa. Observó que el joven se desangraba lentamente. Recogió sus cosas personales y la bolsa de deporte.  Descerrajó la cerradura de la puerta, que dejó entornada y la de la persiana, que no la bajó al completo. Parecería un robo de varios asaltantes. En realidad, nadie conocía a Garazi en el pueblo. Dejó sobre la encimera mil euros, pensando que sería suficiente para que Esther asumiese los gastos por los desperfectos. Consideraba que le había hecho un gran favor y no era cosa de que saliera perjudicada. Recaló por allí dos semanas atrás, necesitaba trabajo. Huía de su pareja, de su familia, de las obligaciones, del aburrimiento, del trabajo precario y sobre todo, huía de la soledad. Conoció a Esther,  la dueña, en un viaje a Estambul dos años antes. Habían mantenido una escasa relación a través de whatsapp. Esther partía de vacaciones y le ofreció la oportunidad de trabajar durante las tres semanas que se cogía libres. Si le gustaba, a la vuelta, hablarían de un contrato en regla. Había pasado diez días al frente de la taberna y hubiera firmado un contrato de por vida.                         
  Dirigió una última mirada a la taberna antes de pasar  por encima del fulano, al que parecía quedarle poca vida. En el exterior aspiró profundamente el aire frío y se despidió de la nieve y de su oscuro pasado. Descendió la empedrada cuesta dejando atrás todo lo desagradable de su vida. Olvidaría para siempre el frío que se le colaba hasta los huesos, la oscuridad del invierno y los sabañones.
  Con el dinero de la bolsa en su poder jamás regresaría.
............
   Z, como fue apodado por A y B, los dos hombres con los que contactó para realizar "un trabajo fácil y muy bien remunerado", según palabras textuales, en el único encuentro que realizaron, se regodeó en su suerte. De no ser porque la situación requería una cierta seriedad y porque no conocía de nada a aquellos tipos, se hubiera puesto a dar saltos de alegría. Aquel trabajo parecía sencillo y él por dinero era capaz de hacer cualquier cosa. No era la primera vez que mataba. "No encontrarán mejor sicario que yo", se pavoneó ante A y B. Le mostraron una fotografía en la que aparecía un hombre de unos cuarenta años muy bien vestido. Le dieron las instrucciones pertinentes. Hablaban despacio, con la clara intención de que se grabase a fuego cada detalle en la memoria: El día a día del fulano. Las horas exactas de sus entradas y salidas de casa, de la empresa, de las visitas a las hijas, de cuándo comía, dónde y con quién dormía, qué le gustaba beber o cómo se divertía. Toda una vida filtrándose en su cabeza en escasos segundos. 
  Le parecía mentirá que solo por cargarse a un fulano, del cual acababa de enterarse de su existencia, le pagasen tan espléndidamente: ¡un millón de euros! Solo por un tiro limpio en la cabeza. Incluso le proporcionaron la pistola y el silenciador. También la munición de 9mm Parabellum. Además pagaban por adelantado.
 Aunque le repitieron una y mil veces que debía deshacerse del arma, una vez cumplida la misión, no pudo hacerlo. Reconocía haberse comportado como un principiante. Era tan brillante que le fue imposible tirarla a las aguas del río, tal como le ordenaron que hiciera. Ahora, cuando poco a poco se desangraba, se lamentaba por ello. Le facilitaron la dirección donde estaba el tipo. Era un chalé de dos plantas con la fachada gris, con una gran terraza en el segundo piso y un zaguán que quitaba la respiración. Se dio un garbeo alrededor de la casa, aunque esto no entraba dentro de los planes. ¿Qué más daba unos minutos más o menos? Tal vez podía copiar algunas ideas del jardín para el casoplón que se construiría con el dinero. Tal como le dijeron, no tendría problemas para acceder al interior por la puerta trasera, pues encontraría una llave, bajo la maceta de la derecha. Un perfume dulzón le franqueó la entrada a la oscuridad. Supo que se trataba de los caros. Todo allí era soberbiamente caro. Se percibía hasta en las sombras. Subió la escalera. Escuchó un murmullo, más bien un jadeo. La pistola le pareció más fría que nunca. Abrió la puerta despacio. Le pareció que la muchacha sonreía, pero luego se dio cuenta de que era una mueca de terror. Los ojos se le agrandaron. El sonrió bajo el pasamontañas. Le ponían las mujeres que se asustaban. Casi tuvo un orgasmo. Al tipo no le dio tiempo a nada. En el momento en que se iba a dar la vuelta en la cama, el disparo le cortó el aliento. Un pequeño orificio de un rojo intenso, como si fuera un chakra, se le incrustó en el centro de la frente. El tirador ni siquiera se fijó  hacia donde cayó el cuerpo del fulano. La chica saltó de la cama, gritó con toda su fuerza. Todavía le oía cuando el asesino huyó en el todoterreno abandonando el lugar.
 Unos doce kilómetros adelante paró el motor. Desmontó el arma, la limpió y la depositó en la caja, ocultándola en la bolsa, junto al dinero. 
  Se sintió orgulloso del trabajo impecable pero  cometió el error de parar en ese maldito pueblacho, del cual no recordaba ni el nombre. ¿Qué le movió a detenerse? ¿Fue la luz de la taberna o tal vez la necesidad de relajarse tomando una copa para resarcirse del logro? De poco le serviría a partir de ahora el caudal de suerte acumulada desde que le encargaron el trabajo.
 Paulatinamente se fue debilitando. Cerró los ojos, mientras la imagen del jardín de la víctima se desdibujaba lentamente. Poco después su  mente se llenó de completa oscuridad.