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jueves, 30 de junio de 2022

UNA CUCHARADITA DE ARSÉNICO






     Me quedé paralizado con el smartphone en la mano. Urgía digerir la noticia, Gloria, la única amiga de Cordelia o siendo más preciso, debería referirme a ella como la esclava de Cordelia, me la soltó, como quien da la referencia del estado de las carreteras.

  - Nos ha dejado - susurró sollozando.

 - ¿Qué nos ha dejado? ¿Para ir adónde? - pregunté sin creerme sus palabras.

  - A buscar la paz de los muertos - agregó en tono dramático.

 - ¿Estás tratando de decirme que Cordelia se ha quedado pajarito? - se me iluminó una sonrisa plácida.

  - Ha sido ahora mismo. Estaba desayunando tan tranquila, revisando la correspondencia y sin decir ni pío, se ha desplomado sobre la mesa. Sin más. Ya está - dijo tajante, dando por terminado el mensaje.

  - ¿Ya está? - me esforcé por entender sus palabras.

 - Nos ha dicho adiós para siempre - siguió un silencio pausado. Me pareció que tomaba aire -, aunque no se haya despedido.

  Eché una ojeada rápida al reloj. Media mañana. ¡Bonita hora para desayunar!

  - Gloria, ¿estás segura de lo que dices? - hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que Cordelia, por joder la vida al prójimo, no se moriría nunca.

  - Completamente segura. Me he cerciorado de ello.

 Omití preguntar qué había hecho para comprobarlo. Hubo otro silencio incómodo. No se me ocurría nada que añadir.

  - Ven pronto a casa - rogó.

  Me acerqué al despacho del jefe. Llamé a la puerta con los nudillos y con poca energía.

  - ¡Adelante! - tronó una voz en el interior.

  - ¿Da usted su permiso?

 - Pase, pase Ramírez - invitó cordialmente -. ¿Qué se le ofrece?

  - Me acaban de avisar de casa diciéndome que mi hermana ha fallecido...

  - ¿Su hermana? ¿Cómo es posible? - interrumpió sofocado - ¡Una mujer rebosante de vida! ¡Vaya sorpresa! ¡No somos nada, Ramírez!

  - No conozco los detalles pero creo que ha sido un ataque...

  - ¡Hay que ver! ¡Una mujer tan guapa!

 Lo dijo como si las guapas tuvieran el privilegio de no morirse nunca.

  - Ya ve usted, don Servando. La muerte no se detiene ante nadie.

 - Gozaba de buena salud, ¿verdad? - me clavó los ojos oscuros, como buscando una secreta razón para la muerte inesperada.

  - Muy buena, si señor.

  - Ciertamente, está usted muy tranquilo. ¿Es qué no le corre sangre por las venas, Ramírez? 

  En la pregunta me pareció que se escondía cierta malignidad. Me recompuse para responder:

  - Cuesta hacerse a la idea de algo tan brutal como la muerte, don Servando. Cuando he salido esta mañana, se encontraba perfectamente y de repente... ¡Ya no está!

 Me observó como queriendo vislumbrar una segunda intención en mi comentario o tal vez en los gestos o en mi reacción. De pronto me sentí incómodo y por primera vez desee regresar a casa. 

  - Tendré que ausentarme... 

  - Vaya, vaya - invitó gesticulando con las manos.

 - Le avisaré cuando sean... Ya me entiende, el entierro y el funeral.

  - Descuide, hombre. Le harán la autopsia, ¿no?

  - ¿La autopsia? ¿Para qué? No veo motivo... - me invadió un sudor frío y tuve que aferrarme con fuerza a la maciza mesa.

  - ¿Cómo qué para qué? ¡Es lo normal en este tipo de fallecimientos!

  - ¿Usted cree? Si ha sido un ataque al corazón... - mi voz se fue apagando lentamente.

  - ¡Pero alma de cántaro! Estas cosas no se saben a ciencia cierta hasta que no se hace un examen exhaustivo. Imagínese que ha habido otras causas.

 - ¿Qué otras causas? No entiendo a qué se refiere exactamente - aseguré cada vez más nervioso.

  - ¡Qué sé yo, Ramírez! La policía siempre busca cien mil causas diferentes para las muertes repentinas.

  - ¿Qué pinta la policía en un fallecimiento mondo y lirondo? - me sentía aterrado por momentos.

  - Mondo y lirondo no, Ramírez. ¿Cómo puede hablar con semejante frivolidad del fallecimiento de su hermana? ¡Hombre de Dios! Solo interpreto lo que usted me ha dicho.

  - No comprendo dónde quiere ir a parar. Simplemente he venido a darle la mala noticia y a notificarle mi ausencia durante un par de días o tres y usted está sacando las cosas de contexto - me atropellé al hablar, mientras don Servando me observaba con displicencia. Experimenté náuseas. Deseé abandonar el despacho y salir al aire fresco de la calle.

  - ¡Ramírez! ¡Ramírez! - exclamó con exagerada euforia. Se entretuvo mordisqueando la patilla de las gafas, abstrayéndose durante escasos segundos. Clavó su mirada de juez implacable en mi pálido rostro y añadió -: ¡Qué susceptible está usted! ¡Márchese a casa! Y téngame al corriente de todo.

 Me encontré en la calle caminando a paso ligero. Intenté tranquilizarme. No quería llegar a casa excitado y más nervioso de lo necesario. Encendí un cigarrillo que consumí con avidez. Dos manzanas antes de llegar, me permití la licencia de realizar una parada. Necesitaba ingerir algo fuerte. Pedí un coñac. No tenía por costumbre beber, salvo en ocasiones especiales como las navidades o los cumpleaños. Vacié la copa en dos tragos. Pagué ante la atenta mirada de la camarera. Ella también parecía examinarme a conciencia. ¿Sería cierto que la policía indagaría sobre la muerte de Cordelia? En las pesquisas, recabarían información: don Servando, la camarera, la gente que me crucé por el camino... Todos coincidirían en el estado nervioso acentuado, en que mis actos no eran naturales... Tenía razón don Servando: la policía investiga, indaga, analiza, recaba pruebas y cuando menos te lo esperas... ¡Las encuentra! Buscarían un culpable y si daban con la verdad, me condenarían a cadena perpetua en el corredor de la muerte.

  "¡Tonterías! Getulio, eres tonto de remate - me recriminé -. En las cárceles españolas no existe el corredor de la muerte". Debía tranquilizarme antes de enfrentarme a Gloria.


  Físicamente, Cordelia y yo fuimos dos gotas de agua hasta sus doce años. Luego ella desarrolló un cuerpo escultural. Se convirtió en una adolescente esbelta, de piernas largas, rectas y delgadas. Mirada gatuna, de las que embelesan a los hombres. Pechos firmes. Piel fina, brillante y delicada. Bien proporcionada, con las curvas justas, donde tiene que haberlas. Vientre liso, culete terso. Boca perfecta, con dientes blancos, pequeños e impecables, salvaguardados por labios carnosos, rojos. Pelo negro, rizado, abundante, largo... En pocas palabras, se plantó en la adolescencia desafiante, con las palabras "soy tu deseo", escritas en la frente para que todos los hombres entre cinco y cien años cayeran rendidos ante su resplandeciente sonrisa.

  Sin embargo, a pesar de ser un año mayor, mi crecimiento fue más lento, mantuve la cara de crío durante unos cuantos años más. Estrecho de hombros y apariencia famélica. Cabello indomable, tieso, cuando no era la moda. Semblante pálido, con la expresión de asustado permanente. Taciturno, indefenso, más bien feúco. De esas personas que nadie recuerda con el paso de los años porque nada poseen de agraciado para recordar. En pocas palabras: la antítesis de Cordelia.

  Ella se llevaba todas las miradas, las frases de admiración y el reconocimiento. Mientras que para mi, quedaban las palabras de misericordia, las sonrisas que pretendían transmitir eso tan socorrido de "unos tanto y otros nada". Ni siquiera me acompañaba el nombre. ¡Getulio! Cordelia desprende poder, originalidad, liderazgo, libertad y frescura. Por el contrario, Getulio no pasa de ser un nombre antiguo y feo, propio de un hombre que hubiera nacido con los sesenta ya cumplidos.

  Un lejano día de noviembre, a poco de cumplir los dieciséis, Cordelia me prometió que siempre sería su ayudante. Me emocionaron sus palabras, la seriedad con que las dijo. Sin comprender muy bien a qué se refería, me lo creí a pies juntillas y me imaginé a mi mismo siendo la mano derecha de mi fastuosa hermana. La realidad no tardó en llegar, aunque en mi delirio ilusorio me dio por pensar que había sido tocado por el dedo divino de la diosa Cordelia. Me negué a ver la realidad. Tal vez fuera resultado de mi falta de carácter. Con el tiempo he pensado que tuve que darme cuenta de mi ingenuidad mucho tiempo antes. Lo de ser su ayudante distó mucho de ser verdad desde el principio. La prepotente Cordelia fue ganando terreno día a día y mi carácter pusilánime, fue tornándose más taimado y sombrío.

  A medida que ella ganaba en fuerza, yo disminuía en hombría y en un abrir y cerrar de ojos pasé de ser su mano derecha a su esclavo más servil y obediente.

  Durante aquellos años, hubo un tiempo en el que casi logré ser feliz. Fue cuando me llegó el momento de cumplir con los deberes patrios. Se me antojó que el hecho de estar lejos de la odiosa Cordelia, valía la pena, pues me ayudaría a crecerme y que la convivencia con otros hombres, obrarían el milagro de convertirme en un macho, en toda la extensión de la palabra. Para mi desgracia y desilusión, me tocó en mi misma ciudad y pocas oportunidades tuve para olvidarme de la cruel hermana. Tampoco conseguí ser popular y mientras los demás muchachos intentaban sacar chispas a la juventud, yo me sentía viejo prematuro y sin ánimo de enfrentarme a la vida. Fue durante el servicio militar cuando nuestra madre enfermó y poco después de licenciarme, falleció. Mamá era viuda desde nuestra infancia. Se limitó a trabajar. A dejarse los ojos entre puntadas e hilvanes, arreglando bajos, sacando y metiendo costuras, dando vuelta a cuellos, cosiendo ojales, pegando mangas y entretelas, pasando hilos, pespuntes y planchando hasta altas horas de la madrugada. Fue la costurera del barrio, un barrio obrero, pobre, sobrado de miserias y triste, sobre todo triste. Ocupándose de la casa, la comida, la colada, la compra... Poco tiempo le quedó para prodigarnos otras atenciones que no fueran el sustento sin lujos, el escaso bocadillo de media tarde y la ropa limpia de la escuela. 

  Tampoco destaqué en los estudios, al contrario que Cordelia, que resultó ser inteligente en la escuela y lista para la vida. Sin apenas tocar los libros, sus notas fueron brillantes curso tras curso. Accedió a una beca y pudo matricularse en la universidad. Según terminó, logró colocarse de secretaría en una importante empresa. Por mi parte, no destaqué en nada, no era diestro en ninguna materia y a trancas y barrancas logré terminar los estudios primarios. Eran tiempos fáciles para encontrar cualquier trabajo y como en el barrio me conocían todos y sabían de mi temperamento dócil y poco dado a distracciones y conflictos, para los quince estaba labrándome un porvenir en la carpintería de don Servando.

  Por primera vez en la vida me sentí útil y contento por poder ayudar económicamente en casa y pagar algunos gastos importantes. Cambié mínimamente de vida. De casa al trabajo y del trabajo a casa, renunciando a disfrutar de amigos. Ni supe ni me enseñaron a deleitarme con presente ni a tener visión de futuro. Sin embargo, Cordelia conocía el arte de escaquearse de las tareas del hogar con gran maestría, dedicar tiempo y dinero al disfrute con las amigas y apasionar a los muchachos del barrio, que fácilmente caían embrujados a sus pies.
  Tras el relativo descanso de la mili, que pasó en un santiamén, volví nuevamente  a la casera esclavitud. A la rutina en la carpintería. Al suplicio de Cordelia, con el agravante de la ausencia materna.


  Al salir del ascensor contemplé el rellano de la escalera. Era un ir y venir de vecinos que cuchicheaban. Me observaron y en sus miradas, descubrí los pensamientos, que tal vez previamente comentaron entre unos y otros. "Mirad, ya viene el asesino". A duras penas logré hacerme un hueco y llegar hasta la puerta abierta de par en par. La luz del pasillo se mantenía encendida. Un hombre alto con abrigo oscuro, me observó con atención desde el extremo del fondo.

  - ¿Es usted de la policía? - inquirí con un nudo en la garganta.

  - ¿De la policía? No señor. Soy de la funeraria EL BUEN REPOSO. ¿Es usted de la familia?

  - Getulio Ramírez, el único hermano de la finada y el único miembro vivo - respondí después de resoplar aliviado.

  - Le acompaño en el sentimiento - soltó el hombre como quien está harto de repetirlo una y otra vez -. Su hermana tenía un seguro de decesos con nosotros. Todo está perfectamente organizado. Pero tendrá que acompañarme para elegir ataúd o si lo prefiere, puede visitarnos esta tarde. Ahora nos llevamos a su hermana para vestirla... La señorita está buscando ropas - el hombre no dejaba de revolver papeles, sin mirarme, por ello no pudo reparar en mi enturbiado contento.

  Mientras el de la funeraria repasaba algunos datos para las esquelas, comencé a asimilar lo que representaba en realidad la muerte repentina de Cordelia y que hubiese abandonado el mundo de los vivos para siempre. Me vanagloriaba pensando en que pudiera pasarse la eternidad pudriéndose en el infierno.

  - Prefiero hacerlo cuanto antes. ¡Vamos! - invité al empleado a abandonar el piso.

  - Perdone, le estábamos esperando... La señorita pensó que tal vez quisiera usted despedirse... En fin, verla por última vez - el hombre habló sin perturbarse, sin asombro.

 - Me temo que Cordelia no está en condiciones de despedirse - me sentí reconfortado. La frase me pareció graciosa. Tuve la sensación de que la muerte de mi hermana me daba alas para ser yo mismo. Tal vez fuera el efecto del coñac. Noté que algo importante estaba cambiando dentro de mi -. Me despediré cuando quede expuesta en la sala del tanatorio.

  El empleado apretó los labios. Supuse que no le sorprendió mi reacción. Con frecuencia sucede, que las personas actuamos de forma diferente a la que en realidad se espera, cuando la vida nos sorprende con la muerte inesperada de un ser querido.


  Al regresar de la funeraria encontré una furgoneta aparcada junto al portal. Un hombre joven se apoyaba en el quicio de la puerta. Me observó detenidamente y supuse que sería un policía de paisano. Me dio un vuelco al corazón. Empecé a temblar. Noté reseca la garganta. Tuve que tragar saliva un par de veces, sintiendo que masticaba esparto. Me pareció que el individuo tenía abultada la cazadora y supuse que sería por la pistola, las esposas y todas esas cosas que llevan los policías en las películas. Frené en seco, quedándome paralizado en el centro de la calzada. No dejaba de observarme. En las series que daban por la tele, el malo siempre huía pero los polis, mucho más rápidos, enseguida atrapaban al perseguido. Lo esposaban, obligándole a arrodillarse.

  - Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga, podrá ser utilizada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado y a que éste, esté presente en los interrogatorios, si no lo tiene se le asignará uno de oficio.

  La ley me atraparía y reduciría, obligándome a postrarme arrodillado. Con movimientos rápidos y diestros, me esposarían las manos a la espalda, ante las furtivas miradas de los vecinos. Pronto llegarían las comadres a la carpintería de don Servando con la noticia y me quedaría sin trabajo. ¿Para qué necesitaba un preso mantener el puesto laboral de toda la vida? Don Servando me apreciaba. Se apiadaría de mi, declararía en mi favor, asegurando que era un buen trabajador, un buen hombre, buen compañero y enemigo de brocas y disturbios. Cabía la posibilidad de que el jefe pagara la fianza. Aunque para entonces la reputación perdida me obligaría a huir lejos para evitar los comentarios y la vergüenza. 

  Un pensamiento me taladró la cabeza. No había limpiado el trastero. En cuanto lo registrasen concienzudamente, que la policía siempre lo hace, encontrarían los saquitos de arsénico.

  El policía sospechaba, no cabía duda. No me quitaba ojo. Preparado para saltar sobre mi, solo estaba esperando la reacción. Y no fue la más adecuada. ¿A quién se le ocurre quedarse clavado en mitad de la calle? ¡Únicamente a los culpables! ¡Maldita sea! Me autoconvencí de que el arsénico le sentaba bien a Cordelia. ¡Ella resultaba mucho más ponzoñosa que el veneno! Habían pasado doce años administrándole una cucharadita del preciado polvo en sustitución del azúcar. Lo tomaba con el café con leche y hasta hoy los efectos fueron nulos, por extraño que parezca. En el cine las víctimas se marean, tienen vómitos o nauseas, adelgazan sin saber porqué... ¡Se presentan múltiples síntomas! La muerte se anuncia con sigilo, se deja ver. ¡Propio de Cordelia morirse sin previo aviso!

  Tambaleante, me animé a cruzar la calle, alcanzando la acera al tiempo que el secreta daba un paso hacia adelante hasta tropezar conmigo, cerrándome el paso. Sentí que era el final. ¿Tenía tanta pinta de sospechoso? El rostro se me tornó blanquecino. Sentí que me desvanecía pero a duras penas me mantuve firme. Aunque solo fuera una vez, debía demostrar fortaleza. No estaba dispuesto a pagar por una muerte justificada. Ya padecí bastante infierno en vida. Tenía que luchar con todas las fuerzas para salvarme de la cadena perpetua.

  - Ya estoy aquí. ¿Qué se le ofrece? -  mi voz confería dignidad y aplomo.

  - ¿Vive usted en este inmueble?

  - Si señor. Soy el hermano.

  - ¿El hermano de quién?

  - De la fallecida, por supuesto.

  - ¡Vaya sorpresa! ¿La señora ha fallecido? ¡Qué horror! Me aseguraron que, a pesar de la edad, estaba estupenda.

 - Gloria me lo ha comunicado por teléfono. Estaba trabajando en la carpintería Aliñares.

  - ¿Sabe usted si es esa tal Gloria la que nos ha telefoneado?

 - No sabría decirle con seguridad, pero supongo que si. Vengo de la funeraria. Aunque no entiendo porqué razón Gloria ha tomado la iniciativa de avisar a la policía sin consultármelo.

  - ¿También ha llamado a la policía?

 - ¡Usted sabrá! - hice una pausa, observando al policía -. Usted pretende ponerme nervioso para que confiese. Pues no tengo nada qué decir - pensé que lo más correcto sería negarlo todo.

 - A ver, buen hombre. Creo que aquí hay un malentendido - el secreta se bajó la cremallera de la chamarra. Apretaba los labios. A mí solo se me ocurrió cerrar los ojos.

 - ¡Soy inocente! ¡Lo juro! Ni siquiera estaba en casa cuando ocurrió. Conozco mis derechos. No hablaré hasta que llegue mi abogado.

 - ¿Ha perdido usted la razón?

 - No me dispare. Le juro que soy inocente.

 Los gritos alertaron a los comerciantes de la zona y cuando abrí los ojos de nuevo, observé a Mario el carnicero, a Rosa la panadera y a Pepín el de la taberna de enfrente. La gente se arremolinaba a nuestro alrededor, mientras cuchicheaban.

  - ¿Qué te pasa Getulio? ¿Qué le está haciendo usted? Si no se explica inmediatamente, me veré obligado a llamar a la policía - espetó Pedro, el vecino del sexto.

 - Por mi haga lo que crea que tenga que hacer - repuso el otro perdiendo los nervios -. Solo le he preguntado si vivía en este portal. Él ha comenzado a hablar sobre una muerta y cuando me disponía a sacar el resguardo de una cómoda que tengo que entregar, ha comenzado a gritar que es inocente, que no ha matado a nadie y no sé cuántas tonterías más. El pobre está loco o borracho.

 - ¡Qué va a estar borracho! ¡Pobre Getulio! Es un día difícil para él. Su querida hermana ha fallecido repentinamente y el hombre está impresionado. Imagínese, era el único familiar que le quedaba en el mundo y a partir de ahora, solo le quedará la soledad extrema. ¿Cómo cree que va a estar el pobre hombre?

  - Ni creo ni dejo de creer. ¡Ha gritado que no es un asesino! Pinta no tiene de ello, desde luego pero, ¿qué quiere usted que piense? Yo solo cumplo con mi trabajo - se disculpó el supuesto policía -. Mi más sentido pésame, buen hombre.

 Levanté la cabeza hacia el presunto policía, que en vez de blandir la pistola, mantenía el albarán de entrega en alto. Entre Pedro y él me ayudaron a levantarme.

  - Te acompaño a casa - se ofreció Pedro cordial. Tienes que ser fuerte, Getulio, si vas gritando de ese modo y cosas tan raras, pensaremos que te has vuelto loco o que te has cargado a alguien y acabarás tus días con camisa de fuerza encerrado en una habitación con paredes acolchadas en el psiquiátrico.

 Debió encontrar gracioso el comentario porque rió a carcajadas. Recapacité sobre sus palabras. Tenía razón. Me había puesto en evidencia delante de los residentes del barrio. En cuanto la policía hallase el arsénico, los vecinos declararían que me remordía la conciencia. Para todos quedaría claro que sabiéndome culpable, vociferaba mi inocencia, con clara intención de zafarme de la justicia. Basándome en estas premisas, simplemente certificaría mi culpabilidad. En caso de cometer otra imprudencia similar, alguien llamaría a la policía, sumarían dos y dos y comprobarían que tenía demasiadas razones para deshacerme de Cordelia. Aunque por otra parte, Gloria aparecería como la principal sospechosa. A fin de cuentas la bruja había palmado estando en casa con su amiga, mientras que yo me encontraba en la carpintería. Tenía a los compañeros como testigos, así como a don Servando. Vi una pequeña esperanza a mi favor. Precisaba mantener la calma.

  - Prefiero tomar una copa en el bar, vamos Pedro. No quiero que Gloria me vea en este estado de nervios.

  - Tienes razón, Getulio. Tú siempre pensando en los demás. ¡Eres un gran tipo!

  - ¿Una copa ahora, Getulio? ¡Ni se te ocurra! - exclamó Lola, la mujer de Pepín, asomando la cabeza  desde la puerta de la cocina -. Sírvele una tila, Pepe. Le sentará de maravilla.

 ¡Una tila! ¡Lo que diría Cordelia! Cuando intentaba imponerme ante las absurdas ideas de mi hermana, siempre remataba la conversación mostrando su repulsión hacia mi persona:

  - ¡Tómate una tila, Getulio! ¡Y déjame en paz!

  No me apetecía una tila pero fui incapaz de negarme. Lola salió de la cocina, preparó la infusión y me la acercó a la mesa.

  - ¡Tómatela bien calentita, Getulio! ¡Te sentará muy bien y te templará los nervios! - dijo la frase en el mismo tono que Cordelia.

  ¿Sería Lola otra mujer dominante como mi hermana? ¿Sería capaz de mostrarse tan arrogante y odiosa como lo fue Cordelia? No conocía más mujer que mi madre y ella. Las madres, no cuentan. Para los hijos son seres asexuados, al estilo de los ángeles. Las circunstancias de la vida no me habían dado la oportunidad ni las ganas suficientes para comprobar cómo actuaban las demás mujeres del mundo. A simple vista, parecía que Lola tenía bastante puntos en común con mi hermana. ¡Pobre Pepín! Le dirigí una mirada condescendiente y fui tragando la maldita tila a sorbos lentos, que como siempre, me supo a rayos.

  Al cabo de diez minutos, asegurando encontrarme mucho mejor, cruce la calle en dirección a mi casa. Pedro se tomaba el segundo vino, charlando con otros parroquianos del barrio. Los transeúntes no repararon en mi y alcancé el portal sin miradas inquisidoras. Un hombre esperaba al ascensor pero no repare en él hasta que su voz me sobresaltó.

  - ¿Sabe en que piso vive don Getulio Ramírez? - mantenía un legajo de papeles en la mano.

  - En el tercero izquierda. Getulio Ramírez soy yo - se me ocurrió que tal vez algún vecino del barrio, observó la escena que monté en la calle y que mientras me tomaba la nauseabunda tila, me hubiese denunciado. Mirándolo más detenidamente, este tipo si tenía pinta de policía. En esta ocasión me aseguré de no perder la calma.

 - Me envían de la funeraria - aclaró con seriedad, acercándose unos pasos hacia mi.

  - ¿De la funeraria? - sonreí plácidamente -. ¡Vengo de allí!

 El hombre me observó con atención, frunciendo el ceño. La gente nunca se mostraba contenta con ninguna actitud. Si uno gritaba como loco, se molestaban. Si por el contrarío, sonreía, tampoco parecía gustarles. Quizá la próxima vez que me topase con algún desconocido con el que tuviera que intercambiar algunas palabras, le pediría consejo sobre la manera que consideraba más adecuada para mostrar mis sentimientos.

  - ¿Le molesta a usted que sonría? También puedo reírme a carcajadas - solté una risotada fingida. Al momento mismo de pronunciarme, supe que callado estaba más guapo. Los nervios me traicionaron una vez más.

  - No señor. Puede usted hacer lo que desee - contestó con tranquilidad el de la funeraria.

  - ¿Entonces?

  - Entonces... Nada, señor Ramírez.

  - Pues deje de mirarme como dando a entender que soy culpable. No he cometido ningún crimen. Usted está pensando que soy culpable de asesinato, ¿no es así? ¡Pues no, señor mío! ¡No soy un asesino! ¡A ver si se enteran de una vez! - nuevamente supe que me había excedido. ¿Y si el hombre corría a la comisaría en cuanto saliera del portal? Otra vez perdía los papeles. Una y otra vez, me delataba a mi mismo y de continuar empeñado en ello, antes de terminar el día, sería detenido. Nunca se vio a nadie, que ante la muerte de un ser querido, se empeñase tanto en no parecer un  despiadado asesino.

  - No, señor. No creo que usted sea un asesino, no tengo razones para pensarlo. De lo que estoy seguro, es que está usted muy nervioso, cosa normal en las presentes circunstancias - hizo una pausa momentánea y sonrió antes de añadir -. Es comprensible que cuando un ser querido nos abandona, los allegados reaccionen de diversas maneras. No se preocupe, poco a poco irá viendo las cosas tal como son.

  El rubor ardiente me subió desde el cuello a las mejillas. Me tambaleé confuso.

  - Venía a traerle las esquelas que se olvidó en la funeraria - añadió el hombre, tendiéndome el taco de papeles.

 - Perdóneme - titubeé recogiéndolas -. Los acontecimientos del día me han descolocado. No tengo la cabeza en su sitio. Muchas gracias por traerlas.

  - No tiene que disculparse conmigo, hombre. Le acompaño en el sentimiento - me dio una palmada en el hombro como si fuera un buen amigo y sonrió tolerante.

  Le vi salir al exterior. Me pareció que corría, como si quisiera olvidarse del loco. ¿Sumaría el suceso a su lista de anécdotas?

 

  Al salir del ascensor comprobé con alivio que las vecinas habían abandonado el descansillo. Abrí con mis llaves. La casa se sumía en un silencio aletargado. La calma y la quietud me reconfortaron. Según avanzaba por el pasillo, me pareció escuchar la cálida voz de Gloria entonando una canción de moda en la habitación de Cordelia. No lloraba. Me alegré, comprendiendo que resultaría vivificante su compañía.

  - ¿Qué haces? - pregunté desde el quicio de la puerta. Se sobresaltó y se volvió hacia mi con embarazo.

  - Recojo su ropa para llevarla a la iglesia. Me gustaría quedarme algunas cosas de recuerdo, si no te molesta - la voz reflejaba tristeza. Dejando la ropa sobre la cama, avanzó hacia mi y me abrazó con fuerza -. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

  - Acabo de llegar - Tal vez indagaba si la había escuchado canturrear. En caso de ser verdad, ¿pretendía algún fin? ¿Se sentía culpable de algo? -. ¿Te ha aclarado algo el médico de guardia en relación a la muerte?

  - No, nada. Solo que le harán la autopsia para descartar cosas - apartando su cuerpo cálido del mío, añadió a modo de disculpa -. Necesitaba un abrazo.

  Me quedé envarado. La saliva se hizo espesa y me amargó por dentro. El corazón  se aceleró.

  - ¿Qué cosas... Qué cosas quieren descartar? ¿Piensan que la hemos asesinado? - tartamudeé, mientras un sudor gélido se me anidaba al alma.

  - ¡Por Dios bendito! ¡Getulio! ¿Cómo van a pensar semejante disparate? Supongo que pretender investigar qué tipo de ataque ha sufrido, nada más.

  - Discúlpame, estoy muy excitado. No sé lo que digo.

  - ¡Qué la hemos asesinado, dice! - cacareó riendo de buena gana -. ¿Dónde vas? Puedes ayudarme con esto.

  - En el trastero también guardaba cosas Cordelia - mentí pensando solo en el arsénico. Era preciso deshacerme del veneno antes de que la dichosa autopsia revelase la oscura verdad -. Harás esta tarea mejor sin mi ayuda. Quédate con lo que quieras, te lo mereces. Te has ocupado de nosotros y te ha tratado fatal.

  - Para ella fui solo una criada - me clavó los ojos como queriendo acusarme de que no la hubiera defendido más que en contadas ocasiones.

  - Su actitud es imperdonable. También yo estuve toda la vida a su servicio. Incluso nuestra madre parecía estar más de su lado. "Déjala, Getulio, que tú eres el mayor". Es lo que decía siempre para disculpar su altanería.

  - No te recrimino nada - respondió volviendo a la tarea pero en la respuesta vislumbre cierto desdén.


  Me arrellané en una silla polvorienta. Intenté tranquilizarme en vano. Encontré un trapo mugriento y me lo froté por la frente sudorosa. Las manos me temblaban. Incapaz de ponerme en pie, maldije mis reacciones a lo largo del día. Si no hubiera pasado a lo tonto el tiempo en la calle, vociferando que no era un asesino, hubiera llegado a tiempo para deshacerme de los delatores saquitos de arsénico. ¿Cómo pude ser tan imbécil? ¡Gloria se me había adelantado! ¿Acaso conocía ella el contenido? ¿Sabía dónde los guardaba? Permanecí algo más de quince minutos en el telarañoso trastero. Precisaba encontrar el modo de abordar a Gloria sin que se diera cuenta de que comprendía que ella había descubierto mi secreto. ¡Gloria sabía que era un asesino! ¿Cuál era el verdadero carácter de Gloria? Hacía pocos minutos que bromeaba a cuenta del pánico que sentía a ser descubierto. No tenía nada contra ella. No pretendía hacerle daño. Me urgía hacerle comprender, que aún con la apariencia de sanguinario criminal, no era más que un pobre desgraciado, que nunca me atreví a plantarle casa a mi asquerosa hermana. Por fin me decanté por abandonar el trastero. Descendí con parsimonia la escalera. Me detuve unos segundos ante la puerta, antes de meter la llave en la cerradura. Angustiado, temeroso, acobardado, sin la más mínima idea de cómo afrontar la situación que irremediablemente, llegaría a continuación. Avancé por el pasillo con la misma prisa que un caracol. Encontré a Gloria trasteando en la cocina.

  - ¿Has acabado con la ropa? - se sobresaltó al oírme o así me lo pareció.

  - ¿Qué te pasa? - preguntó entornando los ojos.

  - No pasa nada. Hoy es un día difícil, eso es todo.

  - Parece que te hayas topado con un fantasma. Estás lívido. He apartado un par de sacos con ropa para los pobres de la parroquia - anunció sin apartar la vista de mi rostro -. ¿Te apetece comer algo?

  - No tengo hambre - susurré desganado.

 - Pues algo tenemos que comer - alzó la voz y se mostró vigorosa -. He preparado ensalada y luego podemos comer unos huevos fritos con chistorra y patatas. Pero si te apetece otra cosa...

  - Así está bien.

  Comimos en conventual silencio. El sonido metálico de los cubiertos contra los platos, monopolizó el ritmo tétrico. Me incorporé y me dispuse a recoger la mesa, como llevaba años haciéndolo.

  - Ya no estás obligado a hacerlo - dijo Gloria sujetándome las manos entre las suyas, cálidas, firmes, amigas.

  - Déjame, no importa. Necesito hacer algo. A partir de ahora, compartiremos las tareas. No pretendo que seas la criada. 

  - ¿Has visto algo en el trastero que te ha sobresaltado o tal vez es que no has encontrado lo que buscabas? - lo soltó mientras se mantenía erguida en la silla, apenas reposando la espalda en el respaldo, con las manos unidas sobre el delantal de cuadros.

 - He echado en falta algo mío - me atreví a sugerir tranquilamente, sin dejar de jabonar los platos -. ¿Has subido tú durante mi ausencia?

  - Si - argumentó sin perder la calma -. También quería recuperar lo mío.

  - Y... ¿Lo has encontrado?

  - Si. He tenido más suerte que tú.

 - ¡Mujer afortunada! - ironicé sin hallar cómo continuar la conversación. Lo mejor sería arriesgar y con todo el aplomo que fui capaz de acaparar, pregunté -: ¿Ha cogido algo que no fuese tuyo?

  - He encontrado algo. Por una casualidad difícil de explicar, lo hallado resulta que es prácticamente idéntico a lo que guardaba con celo en el viejo aparador. Lo tuyo estaba en las baldas, a la vista de cualquiera - recriminó y por un momento me recordó a Cordelia cuando añadió -: ¡A la vista de cualquiera, Getulio! ¡Qué pareces bobo! Ya lo decía Cordelia. "Es más inocentón". No me explicó cómo no lo vi nunca. Menos mal que a tu hermana jamás se le ocurrió subir.

  Giré en redondo. Apoyado en la fregadera, retorcí el trapo de cocina. La observé incrédulo. ¿Era posible que ambos estuviéramos envenenando a Cordelia? Aunque razones no le faltaron, me pareció poco probable. Sin embargo...

  - Exactamente... ¿A qué te refieres? - indagué.

  - A los saquitos de arsénico, por supuesto - musitó.

  Por un momento creí que me imaginé su respuesta.

  - Getulio - dijo alzando la voz -, me refiero al arsénico.

  - ¿También tú te propusiste envenenarla? - los ojos se me abrieron como platos. Derramé parte del café que de inmediato, tiñó de oscuro el mantel.

  - Desde hacia diez años - confesó un tanto avergonzada.

  - ¡Doce llevaba yo! - exclamé asombrado.

 - Me temo que hemos estado haciendo el primo todo el tiempo.

 - No le ha hecho efecto. Cordelia es mucho más letal que cualquier ponzoña. Eso es lo que ha pasado.

  - ¿No te das cuenta, Getulio?

  - ¿Darme cuenta de qué?

  - Era la perversidad hecha persona y se ha reído de nosotros en nuestras mismas narices. ¡Lo que habrá disfrutado!

  - No te sigo - entorné los ojos, tratando de llegar a la misma conclusión que Gloria.

 - ¡Qué inocente eres, Getulio! Cordelia solía decirme que eras como un chiquillo, sin malicia. Lo decía casi en tono cariñoso, ya ves.

  - También diría que soy tonto de capirote.

  Gloria me dedicó una sonrisa triste.

  - Ahora lo veo claro y comprendo que no tienes malicia.

  - ¡Explícate! - exigí molesto. No me hacía ninguna gracia que Gloria pensara que era como el tonto Quilino.

  - Jamás llegamos a darle ni una mísera dosis de arsénico.

 - Lo sustituía por el azúcar en el azucarero de plata que nunca nos dejo usar. Todas las mañanas se tomaba una cucharadita en el café del desayuno.

  - ¡Eso creías tú! ¡Qué pareces bobo, Getulio! Si de verdad, alguna vez el azucarero hubiese contenido arsénico, estaría muerta hace muchos años. ¿No lo entiendes? Con unas pocas dosis hubiera sido suficiente para estirar la pata, sin embargo, ¡ya ves!

  - Tenemos que buscar información en internet. Tal vez no a todos los organismos les siente igual.

  - ¡Veneno es veneno, chico! ¿Cómo quieres que siente? No se trata de una comida difícil de digerir. El que toma arsénico, nota síntomas y la palma en poco tiempo.

 - A Cordelia le sentaba estupendamente. Incluso le rejuvenecía. Cada día estaba más guapa - insistí.

  - ¡Qué no, Getulio! No seas tan cabezota. No sé que coño le dábamos pero te aseguro que no era lo que pensábamos - guardó silencio durante unos segundos -. Tenemos que averiguar qué era ese polvillo blanco, que para tu conocimiento he tirado por el retrete. 

  - ¡Era arsénico! - machaqué una vez más -. ¡Tenía que ser arsénico!

  - ¡Mira que eres terco! - me reprochó perdiendo la paciencia -. Me hubiera encantado que lo fuera. Soñaba con que se desplomará repentinamente sobre la mesa, sin llegar siquiera al postre. Me regocijaba con ese pensamiento cada noche al acostarme y con la misma ilusión, me levantaba y me enfrentaba a su maldad, cada nuevo día.

  - ¿Cómo se lo suministrabas tú?

  - En lugar de sal. Ya sabes que todo le parecía soso. Una vocecita interior amonestaba: "¿Quieres sal bruja del demonio? ¡Pues toma arsénico!"

  - Se me está ocurriendo una cosa... Me viene a la memoria... - recordé un episodio vivido años atrás, poco antes de que se me ocurriese la idea de administrarle la ponzoña -. ¿Cómo se te ocurrió la idea de administrárselo?

  - No lo recuerdo bien - confesó tratando de acercar viejas ideas hasta el presente, tal como cavilaba yo mismo -. Creo que tuvimos una conversación y fue ella misma la que me aseguró que resultaba letal si se administraba por equivocación.

  - ¡Qué casualidad! - indiqué sintiendo que el rubor encendía mis mejillas -. También recuerdo una conversación semejante.

  - Adquiría el veneno en Amazon. Trato de recordar pero desconozco cómo entró el primer saco en casa. Fue cosa de Cordelia, de ello estoy completamente segura.

  - En la etiqueta de los sacos ponía "ARSÉNICO EN POLVO". Recuerdo que encontré uno en la terraza y ella me informó que lo había comprado para algo... no puedo recordar para qué. Han pasado demasiados años y mi memoria flaquea - me quejé desmoralizado.


  La hora de cenar nos sorprendió sin apetito, revolviendo en la memoria y poniendo la casa patas arriba, con la esperanza de encontrar algún indicio, cualquier cosa que nos diera luz sobre el potingue que le suministramos a mi maléfica hermana. A pesar de invertir varias horas en la búsqueda, tanto juntos como cada uno por un lado, no obtuvimos la recompensa esperada. Cansados y nerviosos dejamos la exploración para el día siguiente. Gloria se retiró a su habitación, mientras me adormecí en el sofá, sin siquiera desvestirme. Caí como un fardo y a pesar de la preocupación, me dormí de inmediato. Tuve pesadillas. Me desperté varias veces, con la misma idea fija, como grabada a fuego en la corteza cerebral: el arsénico, el maldito veneno... ¿Cuál era la causa real de que hubiéramos decidido que formara parte de nuestras vidas?

  Algo antes de las siete de la mañana, escuché pasos en la cocina y me figuré que Gloria se había levantado. Hice lo propio. Comprobé que el sofá no había resultado la mejor opción para dormir. Me sentía más cansado que al acostarme. La cabeza se empeñaba en estallarme. Me dolían los brazos y las piernas, como cuando uno está incubando la gripe. Sin duda alguna el espíritu de Cordelia continuaba mortificándome. ¿Hasta cuándo duraría el desasosiego?

  Salí al pasillo y trastabillando llegué al baño. Necesitaba una ducha. Mientras el agua me caía a chorro por la espalda, pensé que la autopsia se realizaría en pocas horas. Descarté la idea al momento. El tema no debía preocuparme, pues nos habíamos topado de bruces con la verdad. Nadie nos acusaría de asesinato. ¡Éramos inocentes! Entonces, ¿por qué no me sentía tranquilo? Algo sucio me roía por dentro y me devoraba. La descarga de brutalidad que Cordelia depositó en mi persona a lo largo de la vida, me pesaba como una losa. Pensé que no recuperaría la cordura jamás. El daño sufrido tenía dimensiones monstruosas. Ningún acto posterior sería capaz de paliarlo. Salí de la ducha con la toalla alrededor de la cintura. El alarido de Gloria, procedente de la cocina, me sorprendió con la maquinilla de afeitar a punto de cumplir su cometido. Me alarmé pensando que algo espantoso le sucedía.

  Sin embargo, lo que aconteció seguidamente, cambió nuestras vidas.

  La puerta se abrió con brusquedad. Ante mi, una Gloria sonriente, me desafió con múltiples encantos, hasta entonces desconocidos, bajo un picardías trasparente. Entró como un tornado y sin titubeos, me vi rodeado por su brazos. Sentí su calor y escuché el latido de su corazón, aunque también pudiera ser el  mío propio, en cualquier caso supe que estaba a punto de vivir un momento inolvidable...

  - ¡Lo he recordado! - vociferó rozando con los labios húmedos mi oreja derecha.

  En ese preciso instante, acaso por el roce de ambos cuerpos, tal vez por el ímpetu de Gloria, quizás por obra y gracia de la casualidad o porque los hados se confabularon para hacer posible el despertar de los sentidos libidinosos y de deleites tan lascivos como lujuriosos, la toalla resbaló cayendo lentamente sobre mis pies.

  - ¡Madre mía! ¡Qué tamaño, Getulio! ¡Y eso que te he pillado en horas bajas! - exclamó Gloria separándose ligeramente y observando mis genitales con la mirada hambrienta.

  El espejo semiempañado me mostró la realidad. Pese a ello o tal vez a falta de convencimiento, bajé la mirada. Cierto era que aquello tenía un tamaño considerable y digno de mención pero me sorprendí escuchimizado, con los pies a las diez y diez, con escaso vello en el pecho y con la piel tan blanquecina que me obligué a cerrar los ojos con fuerza debido a que, ante aquel pedazo de mujer, que se me antojó de pronto tan despampanante, me sentí terriblemente avergonzado.

  - ¡Pocas he visto en mi vida, Getulio pero como la tuya ninguna! Luego decía la asquerosa de Cordelia que no servías para nada y mira tú por dónde... - se lanzó de nuevo a mis brazos, buscó mi boca jugosa y sus diestras manos, hicieron lo demás.


  - ¿Qué es lo que has recordado? - me interesé horas después mientras disfrutábamos del desayuno sin dejar de mirarnos a los ojos.

  - Lo del arsénico de Cordelia. En una ocasión me enseñó un saquete igual a los que nosotros escondíamos en el trastero. Me aconsejó que tuviera cuidado al manipularlo porque el contenido resultaba letal si por un descuido era ingerido. Según me aseguró, lo había comprado como herbicida para acabar con no sé qué plaga, que estaba devorando las plantas de la galería.

  - Algo parecido quiero recordar - respondí escarbando entre los recuerdos -. No acierto a descifrar cómo la muy tunanta nos hizo creer que...

  - ¡Espera! - cortó casi con brusquedad -. Cordelia tenía un diario en el que escribía todas las noches, mirándonos de reojo, esgrimiendo su sonrisa pérfida.

  - Recuerdo ese detalle. ¿Dónde lo guardaba? Tenemos que encontrarlo.

  Corrimos literalmente por el pasillo en dirección a la habitación de la endiablada, como si fuéramos ladrones a la búsqueda de valiosas joyas. Con frenética celeridad vaciamos el armario, la cómoda, las mesillas, sin resultado positivo. Nos enfrascamos en la batida más concienzuda, moviendo los muebles y tanteamos posibles dobles fondos, perforamos el colchón y los cojines, sin que las pesquisas nos resultaran favorables. 

  Desfallecido y desalentado me dejé caer al suelo. Apoyé la espalda contra la pared y estiré las piernas. Paseé la mirada con ojo minucioso palmo a palmo, desde el techo hasta el suelo.

  - ¿Estás barruntando algo? - preguntó jadeando a causa de la paliza que nos habíamos dado.

  - Observo las paredes. Tal vez el maldito diario se encuentre emparedado. ¡Qué sé yo! ¡Era tan retorcida!

  Gloria comenzó a palpar la pared, buscando grietas. Con los nudillos, golpeaba con suaves toques, tratando de encontrar alguna oquedad.

  - Te ayudaré - exclamé, al tiempo que apoyaba las manos en el suelo para ponerme en pie. Una tablilla de la madera se movió ligeramente con el peso de mi mano. Oculta hasta escasas horas antes por una pequeña mesa camilla -. ¡Está aquí! - estallé, sabedor de no equivocarme. 

  Dos golpes bastaron para levantar cuatro alargadas tablillas de la vieja tarima. El suelo de abrió y ante nuestros ojos se asomaron una veintena de libretas de espiral.

  - Una por año - exclamé incrédulo.

  - Los últimos veinte años de Cordelia - sentenció Gloria con mordacidad.


  Nos llevó varias semanas descubrir sus recónditos secretos.

  - ¡La muy zorra! - se lamentaba de vez en cuando mi compañera a medida que descubríamos una nueva hazaña - ¡Puta del demonio!

  Según descubrimos la brillante idea del arsénico la ideó quince años atrás, cuando dejó de trabajar. Leyendo sobre venenos, le surgió la idea de gastarnos una broma inocente... ¡Una broma! Pasados mil noventa y cinco días, ¡qué se dice pronto! ¡Tres largos años, nada más y nada menos!, se le presentó la ocasión de poner en marcha el retorcido y maligno plan. Inventó una plaga de pulgón que supuestamente devoraba las plantas, comprando arsénico auténtico a una empresa especializada. Seguidamente nos puso al día sobre todo lo referente al letal veneno. Como quien no quiere la cosa, dejó a nuestro alcance, la página online para adquirir el supuesto veneno. Lo mejor de todo estaba por llegar. ¡Su maldad no tenía límites! El descubrimiento nos sobrepasó. Dicha empresa online pertenecía a la propia Cordelia. En sus diarios se regocijaba literalmente de "lo idiotas que son ese par de memos, que conjeturan que están comprando arsénico para librarse de mí, cuando en realidad adquieren azúcar y sal. Lo mejor de todo es que se lo vendo personalmente. ¡No se puede ser más cretino! Ni siquiera son capaces de caer en la cuenta de que no me hace efecto! Únicamente un par de subnormales como ellos suponen que el polvillo blanco que me suministran es arsénico. Soy tan feliz haciéndoles sufrir... Nunca sabrán la verdad..."

  

  En los diarios también descubrimos los importantes ingresos que generaba la empresa. Ahora son nuestros. Nos costó tiempo deshacernos del estigma que mi hermana nos dejó en herencia. Vendimos el piso. Nos mudamos del barrio. Conservar cualquier vínculo que nos recordase a la diabla, sería admitir que de alguna manera necesitábamos su presencia y los recuerdos.

  Al año siguiente de morir Cordelia, nos matriculamos en psicología, por entonces Gloria contaba con cuarenta años y yo con cuarenta y cuatro. Hoy en día damos numerosas conferencia sobre el miedo y el terror que nos pueden crear terceras personas, que se apoderan poco a poco de nuestras mentes, hasta hacer desaparecer nuestro verdadero carácter por muy fuerte que sea. Se dice que "el miedo es una emoción basada en una intensa sensación desagradable provocada por la percepción de un peligro real o imaginario..." Así lo describían nuestros profesores. También aseguraban que el miedo hasta cierto punto nos protege, que las personas que son capaces de aterrar a otros, son las más miedosas, las que se menosprecian, las que pretenden superarse a cuenta de herir y mancillar a los demás.

  Solemos empezar nuestras conferencias con un argumento sólido que hace crecerse al sujeto que padece terror, ese terror que vivimos nosotros provocado por un ser tan real como nosotros mismos: "El que es capaz de engendrar miedo en otros, es en realidad un ser cobarde..."

 Juntos conseguimos superar los recelos. Nos hicimos fuertes. Aprendimos a apoyarnos uno en el otro, a confiar en nosotros mismos. Avanzamos juntos. Nos casamos y hoy somos inmensamente felices.