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lunes, 23 de enero de 2023

INQUIETANTE

   



  Oskar paseó la mirada con cierta avidez a lo largo y ancho del parque, fijándose en cada recodo, minuciosamente, como acostumbraba a hacerlo cada mañana. Se escudaba tras los cristales de espejo de las gafas de sol. Le agradaban los días soleados porque el parque se llenaba de jolgorio, de niños, de mamás, de abuelos, de risas, de alegría y también de muñecas. Oskar coleccionaba muñecas. Le gustaban todas. Sonrió ante la perspectiva de encontrar durante la mañana una nueva pieza que aumentara su colección. En tan solo dos meses había conseguido cinco, cosa que traía en jaque a sus colegas. A cada nuevo ejemplar adquirido, se decía que sería la última. Más pronto que tarde, llegaría el momento en que el espacio no daría para albergar ninguna más. Los espacios parecían encogerse a medida que se llenaban de enseres y muebles, de adornos, de utensilios inservibles, de juguetes y sobre todo de muñecas.

  El uniforme de ertzaina le confería solvencia y empaque. Se veía carismático y se henchía de orgullo cuando los viandantes le observaban de soslayo, cuando solicitaban ayuda y se dirigían hacia él con educación y respeto, llamándole "agente". Le agradaba acariciar la porra, que se convirtió en su tercer brazo. Portar un arma reglamentaria a la vista de los ciudadanos, le otorgaba prestancia o así lo creía Oskar.

  Pensó en Emma, su última adquisición. A ella también le infundía mucho más respeto desde que formaba parte del cuerpo de la policía vasca. Le gustaban jóvenes, sumisas, calladas, obedientes. Emma era menuda, perseverante, en ocasiones un tanto agresiva. Cuando regresaba a casa, tras la dura jornada laboral, le dirigía una ardiente súplica a través de los ojos tristes. Luchaba con toda la fuerza que era capaz de reunir contra la correa de sujeción, preparada para salir corriendo. Pero él se mantenía firme, obligándole a realizar algunos movimientos sutiles. Debía esmerarse para complacerle, al fin y al cabo él regresaba del trabajo hambriento de su compañía.

  De pronto entornó los ojos, deslizó las gafas hacia abajo y torció la boca en una mueca grotesca, que lo mismo podía interpretarse como una vaga sonrisa o una repulsiva queja. Vislumbró a la niña y al hombre que la acompañaba. Le pareció que la cría, que no pasaría de los once, se encogía a cada paso apresurado que el viejo le obligaba a dar. La llevaba sujeta por el hombro, el cuerpo infantil muy pegado al del viejo. ¿Era de esa manera sospechosa como caminaban los abuelos con las nietas? Oskar lo ignoraba. Nunca pudo disfrutar de la compañía de sus abuelos. Avanzó a grandes zancadas, bordeando el paseo central del parque del Norte. La extraña pareja se encaminaba hacia la zona más apartada y solitaria, la que se ubica paralela a la calle San Ignacio. Parecía que su destino final era la alta tapia que marcaba la frontera del parque. Sin llamar la atención del viejo, los persiguió hasta casi darles alcance. La niña lloraba, resignada o demasiado asustada. Suspiraba ahogándose en suave llantina. Le pareció que se desmayaba a cada paso trémulo. Se encontraba a dos zancadas de ellos, dispuesto a solicitar el DNI del viejo pero repentinamente la niña giró la cabeza. Cruzó los ojos enrojecidos con los cristales de espejo del ertzaina. Alargó la mano. Fue un roce suave. "¿Me lo vas a poner así de fácil?", se preguntó Oskar sorprendido. La excitación le nubló el pensamiento durante un intenso instante. Sintió una punzada erótica. Su ego se desbordó. Únicamente tuvo ojos para la niña, olvidándose momentáneamente del acompañante. ¿Percibió algo la chiquilla? ¿Le leyó el pensamiento? Quizá fuera el cuerpo infantil lo que confundió al coleccionista. Tal vez solo se trataba de una zorrita más en un cuerpo a medio hacer. El incidente recargó su ira. Jamás le había ocurrido nada semejante. Repentinamente se sintió aturdido, empequeñecido por la actitud de la mocosa. Él era la autoridad. Él quien decidía quién, cuándo y dónde podían tocarle. Giró la cabeza con brusquedad, con la esperanza de descubrir el contoneo persuasivo de la chiquilla. Sin embargo, al observarlos por la espalda, se percató de que el viejo manoseaba el hombro de la chiquilla con apetito malsano. Sobre todo reparó en el gesto de la niña, que pálida como la cera, abría y cerraba la mano con el pulgar doblado junto a la palma, inequívoca llamada de auxilio que denotaba que se encontraba en peligro. "¡Cojonudo, Oskar!", se alentó lleno de júbilo. Estuvo a punto de saltar de alegría. El estupor le mantuvo en suspenso durante un largo minuto, tiempo suficiente para que el  objetivo tomara distancia. "El premio gordo se escapa", se amonestó, echando a correr tras ellos.

  Propinó un empujón al hombre, que por encontrarse en inferioridad de condiciones, trastabilló, cayendo de rodillas. Solo entonces se desligó de la niña, que inmediatamente se abrazó al agente.

  - Mis compañeros llegarán de inmediato. He dado la alerta de haber descubierto a un pederasta - amenazó inquisitivo -. En pocos minutos rodearán el parque.

  - Yo... No, no... Usted está equivocado... - balbuceó el hombre asustado.

  - Te aconsejo que te esfumes lo más rápido que te permitan tus piernas y si se te vuelve a ocurrir merodear por aquí para asustar a tiernas jovencitas, te juro que te reviento - sentenció ásperamente.

  El hombre intentó forzar el paso pero Oskar le retuvo con violencia.

  - ¿Dónde crees que vas? - el ertzaina sonrió mordaz. El hombre frenó repentinamente -. A ver, DNI.

  - No lo llevo encima.

  - Vaya, vaya. Entonces... ¿Qué hago contigo?

  Oskar sentía el temblor de la chiquilla que continuaba abrazada a él, Mantenía los ojos cerrados y de vez en cuando lanzaba inapreciables sollozos. Caviló con rapidez. Si el viejo hubiera llevado encima el documento exigido, le hubiera tomado el nombre y se hubiera encargado del tipo más adelante. Delante de la niña no deseaba montar el espectáculo pero debía darle un escarmiento.

  - Cariño, espérame ahí - se dirigió sonriente a la nena, señalándole un banco cercano -. Voy a hablar un momento con este tipo. Enseguida te llevo a casa con tus padres.

  La niña rompió el nudo que le mantenía ligada al agente y obedeció sin decir palabra.

  Sujetándole del  brazo, oprimió los dedos hasta que el viejo mostró síntomas de dolor. Le propinó una patada que le obligó a caminar a paso rápido. Lo arrinconó junto a un árbol próximo a la tapia. Lo esposó, de manera que el cuerpo quedaba entre el muro y el tronco del árbol. Lo amordazó, impidiendo que llamara la atención de alguna manera. Como colofón, le bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y le arreó un  buen porrazo en el miembro viril. El viejo cerró los ojos, mientras el rubor encendido le llenaba el rostro de tormento.

  Rogó para sus adentros que la chiquilla no hubiera visto la escena. No entendería el comportamiento ni la actuación tan poco coherente del ertzaina, por muy pederasta que fuera su agresor. Así que antes de girarse, ensayó una beatifica sonrisa que devolviera la confianza a la atemorizada niña. Sin embargo, al girarse sus ojos la buscaron con desesperación. Había desaparecido.

  Intentó serenarse. Pensar con rapidez. Probablemente a la cría le escamó algo de lo que dijo o hizo. "¡Mierda! ¡Mierda!  ¡Mierda! Lo has estropeado todo", se propinó unos cachetes amonestadores en la cabeza, sintiendo que le estallaría en pocos segundos. Se escucharon sirenas cada vez más cercanas. Estaba convencido de que la chiquilla huyó hasta su casa, alertó a los padres y estos dieron parte del extraño suceso. No podía permitir que le descubrieran, que echaran por tierra todo su mundo. Si le pillaban con el uniforme, la porra y el arma... Si resultaba desenmascarado... Si se supiera que no era ertzaina de verdad... Si quedara al descubierto que todo era una farsa vulgar en su vida... Si descubrían sus muñecas... Acabaría peor que el pederasta esposado al árbol.

  Corrió hacia la plaza Bilbao, buscando la calle Barrancal. Necesitaba llegar a casa cuanto antes, escapar, refugiarse en la calma de sus muñecas. Olvidarse del incidente. Renunciar al sueño hecho realidad de pertenecer al cuerpo de la artzantza. Le había costado tantos sacrificios hacerse con el uniforme, la porra, la pistola  y por una pequeña e insignificante muñeca, su mundo se tambaleaba. Comprendió que todo se iría al garete en el momento en que un tío imponente le cortó el paso, ordenándole:

  - ¡Deténgase! 

  Frenó en seco la huida. Intuyó que se trataba de un secreta, pues iba de paisano, pero en cualquier caso, éste representaba a un agente de verdad, no a uno como él, de pacotilla. Sonrió resignado. Lo siguiente sería la identificación. El registro de la casa. El descubrimiento de todas sus muñecas, las cinco chicas desaparecidas en los últimos dos meses. La liberación de las correas con las que las mantenía inmóviles. Evocó la imagen del viejo maniatado al árbol y al culo pajarero. Prorrumpió en una delirante carcajada que estremeció a las patrullas de la artzantza que se unieron al agente de la policía secreta.