- Buenas tardes, señor Iturralde - oyó Julia que decía el grandullón, después de llamar con los nudillos en la puerta del despacho. Seguidamente el enorme corpachón desapareció y el silencio inundó el pasillo.
Debido al retraso que la limpiadora llevaba en la faena, se olvidó inmediatamente del hombre y cargada con fregona, cubo, trapos, bayetas y mopa se dispuso a comenzar su rutina con celeridad.
Burt accedió al despacho vacío. Bordeó la mesa. Ocupó el sillón y esperó nuevas instrucciones. Pronto recibió el whatsApp esperado.
- El pen drive está en el segundo cajón del archivador - rezaba el mensaje.
- Entendido - respondió Burt.
Con movimientos torpes abandonó el cómodo asiento. Siguió las instrucciones y colocó el pen drive en el ordenador que descansaba sobre la impecable mesa. La pantalla de un mar azul le franqueó la entrada. Copió las instrucciones y anotó algunas cosas en la libreta que llevaba en el maletín. Una vez acabado el trabajo, apagó el ordenador, guardó el pen drive en el bolsillo interior de la americana empapada. Jugueteó con las llaves en el interior del bolsillo del pantalón. Sin abandonar el sillón, observó la calle desierta. El aguacero persistía y el agua corría Fueros abajo con intrépida velocidad. Consultó el VICEROY, todavía faltaban cuatro minutos. Con ayuda de las llaves, abrió uno a uno todos los cajones. Como imaginaba todos estaban vacíos. Lo mismo encontró en el archivador. Hizo un gesto aprobatorio.
"Lástima que una joven tan minuciosa en su trabajo esté predestinada a tan mala suerte" - se dijo al observar que no había ni gota de polvo en la oficina.
Volvió a estudiar a los pocos transeúntes que caminaban por la turbulenta calle San Francisco. La tormenta le favorecía. Sonrió complacido palpándose el abultado vientre y como si fuera motivo de celebración, soltó un eructo haciendo un gesto de placidez.
Volvió a consultar el reloj. Frunció el ceño. Algo iba mal. Comprobó el sonido de su smartphone. Lo dejo sobre el escritorio con el mismo celo que si portara una bomba. ¿Cuál sería la causa del retraso de Bart? La inquietud se apoderaba de Burt. Tamborileó los dedos sobre el escritorio reluciente. Escudriñó el exterior. Seguía lloviendo a cántaros. Estudió la copia de Renoir. Una cuadrilla compuesta por hombres y mujeres, aparecían en buena armonía comiendo y bebiendo. Parecían alegres. Bert aseguró que se trataba de "El almuerzo de los remeros". Ese día sintió una mezcla de rabia y envidia. La sabiduría femenina resultaba superior a la masculina. Ellas poseían todas las armas para conquistar el mundo, sin contar con la minuciosidad, tenacidad e intuición que aportaban a cada empresa que realizaban. Allí estaban ellos, Bart y él, a cual más tonto. Luego llegó Ella, Bert, el Cerebro, la Idea. Llegó altiva y decidida para escupirle en plena cara que su idea estaba muerta, así, ¡con un par de ovarios! y mirándole fijamente. Ella fue la Planificación y sería el Resultado.
Tan absorto estaba ante la reproducción que se sobresaltó con la llegada del primer whatsApp.
- Bert fija las 6 de la mañana para empezar la maniobra.
- Perfecto - respondió poco convencido.
- ¿Has tenido algún problema?
- Ninguno pero he anotado algunas cosas que me gustaría matizar un poco más.
Hubo una pausa comprometedora. Ambos se mantuvieron en línea sin decir nada.
- ¿Qué cosas? Está todo programado.
- Tengo algunas dudas.
- ¡No me jodas! Ahora no puedes salir con ésas.
- Son tonterías, ya lo sé. No lo puedo evitar. En todo trabajo afloran ciertas vacilaciones.
- Estás paranoico.
- Debo reconocer que...
- ¿Qué?
- Estoy convencido de que algo saldrá mal.
- Desde el primer momento has estado de acuerdo en todo. No entiendo qué cojones te pasa ahora.
- Es solo que después de conocerla...
- ???
- Parece buena gente. Es trabajadora, buena en lo suyo.
- Nos aseguraste que eras experto en estas cosas.
- Y lo soy.
- Entonces, no hay nada más qué hablar. No te olvides de borrar la conversación.
- Espera, espera... Tengo una corazonada...
- ¡Cojonudo, tío! Nosotros no tenemos corazonadas. Es cosa de mujeres.
- Esa chica no se lo merece.
- ¡No me jodas, tío! ¿Quién crees que se merece algo así?
- No lo sé.
- ¡No lo sabes! ¡Eres la leche, tío! ¡Tal vez creas que Bert, tú o yo nos merecemos la puta suerte que hemos tenido en nuestra puta vida! ¿Es eso lo que crees?
- Te estás exaltando demasiado. Solo ha sido un puto comentario.
- ¡Pues métete tu puto comentario por donde te quepa, gilipollas!
Hubo una pausa. Ambos se mantuvieron conectados y a la expectativa.
- ¿Conforme? - escribió Bart.
- Conforme - mintió Burt.
- Bien. Borra todo, sal del despacho, baja a la planta primera. Ahora aviso a Bert, ten cuidado de que no te vea nadie. Y sobre todo se convincente. Todo va a salir bien.
Burt siguió las instrucciones al pie de la letra.
El ascensor ascendía cuando comenzó a bajar por la escalera despacio, resoplando, parándose en cada descansillo para tomar oxígeno. Alcanzó el pasillo. El silencio le resultó pesado y le puso nervioso. Avanzó cautelosamente, procurando que las pisadas no produjeran ningún sonido. Accedió al primer despacho. Bert le esperaba sentada en la única silla que había en la vacía estancia. Tenía los dedos de las manos entrelazados, descansando sosegadamente sobre el regazo. Con las piernas cruzadas, una balanceando, la otra bien asentada en la baldosa. Erguida, exhibiendo una mueca mordaz o tal vez fuera una sonrisa sórdida, enmarcada en unos labios rojos, ese rojo que lucen las fulanas en las películas de gánsteres. ¡Aquella mujer le descolocaba!
- Te has retrasado - susurró con voz ronca impostada -. ¿Ha habido algún problema?
- No he querido correr riesgos - evitó mencionar sus dudas -. El ascensor funcionaba y para eludir contratiempos, he apostado por bajar andando.
- ¿Existe alguna dificultad?
- No - meditó la respuesta. Cabía la posibilidad de que Bart le hubiera puesto al corriente sobre las posibles dudas -. Me hubiera gustado mantener una última conversación entre los tres, antes de pasar a la acción.
Bert le dedicó una mirada gélida. Elevó una ceja mostrando desconcierto.
- Bart y yo no lo creemos necesario - añadió poniéndose en pie.
Burt apretó los labios con desaliento.
La oficina se iluminó repentinamente, después del ensordecedor trueno. Un segundo después la oscuridad les envolvió.
- Tú mandas - aseguró Burt resuelto.
Ninguno hizo alusión al apagón.
- ¿Has pensado en qué método utilizarás para eliminarla? - inquirió Bert sonriendo, aunque en la oscuridad Burt no pudo percibir el gesto.
De inmediato escucharon un ruido estridente de cacharros rodando, seguido de un grito terrorífico y un golpe producido por un cuerpo al desplomarse. En ese instante Burt tuvo la absoluta certeza de que sus dudas tenían una base bien fundamentada. Algo comenzaba a ir mal. Bert sin embargo consideró el apagón y las consecuencias como un golpe de suerte.
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miércoles, 30 de octubre de 2019
miércoles, 9 de octubre de 2019
LA IDEA MUERTA (PRIMERA PARTE)
Un estallido estremecedor invadió la tarde que en escasos minutos se tornó oscura y siniestra. Treinta minutos antes el cielo, impecablemente vestido de azul, no presagiaba el desastre. El primer trueno llegó repentino. A pesar de no haber dado todavía las seis, inquietantes nubarrones ennegrecieron la ciudad repentinamente. Nezgruzcos cumulonimbos se apoderaron de las alturas.
"Lo qué faltaba! Ahora tormenta y yo sin paraguas. Esto no estaba anunciado" - pensó Julia.
Enfiló despacio por General Álava, dejándose envolver por el asfixiante calor. Como cada vez que acudía a la consulta del dentista, se sentía invadida por un gran malestar. Se le revolvía el estómago, tenía mareos, ganas de vomitar.
Al paso del tranvía, una sucesión de truenos y relámpagos espeluznantes, le obligaron a acelerar el paso. Las primeras gotas, tremendas y ágiles, besaron el asfalto caliente. Los transeúntes se refugiaron bajo las cornisas. Un relámpago clareó el ceniciento cielo y el trueno estalló de inmediato.
Julia se refugió en Carrefour. Sintió la boca dormida, la lengua gorda, como si fuera una bola gigante de goma. Con disimulo se sacó el algodón que le taponaba el hueco de la muela que le habían extirpado. Comprobó que apenas estaba manchado de sangre. Lo envolvió con delicadeza en un clines y lo escondió en el bolsillo del pantalón. Se palpó el labio con suavidad. Tuvo la impresión de tenerlo hinchado, sintió vergüenza, ¿qué pensaría la gente?
"No seas tonta, Julia - se dijo a sí misma - ¿Qué quieres que piensen? Nadie ha reparado en ti. Todos están pendientes de la tromba que está cayendo"
Rebuscó en el bolso con manos nerviosas el móvil. Dio con el contacto del trabajo.
- Edificio HANDIKO - le respondió el conserje de mala gana después de un rato interminable.
- Valverde, me ha pillado la tormenta - anunció Julia, con la garganta rasposa como si se hubiera tragado un estropajo, sin pronunciar bien o así se lo pareció y limpiándose con un clines un hilillo de baba que descendía descarado por su barbilla.
- No te preocupes, Julita guapa. Todos se han marchado ya. Me has pillado achicando el agua que ha entrado en el vestíbulo.
, Le pareció una amenaza tener que pasar el temporal con la única compañía del siniestro conserje. Tal vez estuviera redimido pero a juicio de Julia, un asesino no dejaba de serlo por mucho que hubiera cumplido su condena: veinte años de cárcel. Apuñaló a un hombre a sangre fría a los veintitrés años. Llevaba casi un año ejerciendo labores de conserje en el HANDIKO. Traspasando diariamente la misma puerta principal que abogados, notarios, asesores, consultores o arquitectos; casi un año codeándose con personas leídas y estudiadas, que le trataban con respeto y educación y le llamaban por el apellido, "Valverde, ¿puede usted traerme esto?"... "Valverde, llévese aquello, por favor"... "Muchas gracias, es usted muy amable, Valverde"... Sin embargo a ella, que era una mujer honrada de los pies a la cabeza y que jamás se le había pasado por la imaginación cargarse a nadie, le trataban a zapatazo, le tomaban por el pito de un sereno, jamás le daban las gracias por nada y se dirigían a ella con desfachatez: "Julita, rica, te has olvidado de quitar el polvo en mi despacho", "Anda, guapa, barre corriendo, que es para hoy", "Oye, bonita, que se ha acabado el papel higiénico y no te enteras, que vete a saber en qué estás pensando"... Rita, la de la cafetería del bajo, que era también estudiada pero con mala suerte y sin apellido importante y no tenía más remedio que conformarse con ser camarera, decía que esa diferencia en el trato se debía a una idea machista y que también cabía la posibilidad de que tuvieran temor de que a Valverde se le cruzasen los cables y volviera a las antiguas prácticas y se cargará a algún bocazas de aquellos.
- ¿Quién va a tener los santos huevos de tratar a Valverde de cualquier manera? - aseguraba Rita con frecuencia -. Es pura supervivencia y una manera de evitar que se convierta en un asesino en serie.
Quince minutos después, abandonó el confortable refugio. El aguacero le acompañó el resto del camino. Una vez más a contracorriente, parecía ser su sino. El agua descendía cuesta abajo por la calle Fueros, mientras ella sorteaba los charcos cuesta arriba. Llegó al trabajo calada y a pesar del calor, con sensación de frescura.
El HANDIKO, visto desde la acera de enfrente, se veía majestuoso con sus cuatro plantas, dominando las esquinas de San Francisco con Nueva Fuera y por el otro lado con la Nueva Dentro. Aunque era de moderna construcción, se habían respetado las dos escaleras, que partían hacía un lado y a otro, una vez dentro del portal. La escalera de la derecha daba paso a las viviendas y la de la izquierda a las oficinas.
Rita circundó la barra y le salió al paso.
- ¿Qué tal te ha ido? ¿Te tomas algo?
- No, entro ya, mira qué hora es ya. Me duele casi más que antes, tengo revuelto el estómago y estoy como una sopa -. Luego hablamos.
Entró en el vestíbulo. Un Valverde sudoroso se debatía con el balde y la fregona.
- Buenas tardes, Julita. ¡Vaya cómo vienes de agua! ¡Quítate la ropa que vas a coger un pelo! Puedo dejarte una camisa y como tienes las piernas preciosas... - invitó, deslizando una sonrisa jocosa.
"¡Qué más quisieras!" - pensó Julia dirigiéndose al ascensor, con las sandalias encharcadas y sonriendo a Valverde.
- Lo digo por tu bien, guapa - insistió desapareciendo por una puerta lateral.
Un hombre enorme le alcanzó junto al ascensor.
- Buenas tardes - saludó sacudiéndose la americana empapada.
Julia dio un respingo y miró al hombre de refilón. Con la americana pegada al corpachón, parecía aún más grande.
- No hay nadie en las oficinas - trató de mantener la calma -. El otro ascensor es para las viviendas. Tal vez...
- Me esperan en el cuarto piso - interrumpió el gigante con brusquedad. Consultó una agenda y añadió con una mueca que se asemejaba a una sonrisa -: en la oficina del señor Iturralde.
Julia frunció el ceño. Se trataba del último inquilino, un desconocido para todos, incluso para Valverde, que para enterarse de la vida y milagros de todo bicho viviente, era altamente eficaz. En el caso del extraño señor Iturralde, no se conocía ni siquiera a qué se dedicaba.
- La úlcera no me da tregua - dijo cuando el ascensor llegó a la planta baja.
La muchacha se obligó a sonreír. Una vez en el interior de la cabina, observó con disimulo a su acompañante por el espejo. Jadeaba con ansiedad, se acariciaba continuamente la prominente barriga y hacía gestos de dolor, obligando a Julia a empotrarse en el pequeño cubículo.
- Yo también voy al cuarto - anunció. El ascensor comenzó a elevarse.
- ¿Trabaja usted en alguna de sus oficinas? - se interesó el de la úlcera.
- En todas ellas - contestó la muchacha sin entusiasmo -. Soy la limpiadora.
- ¡Qué lástima! Quiero decir que será un trabajo desagradable.
- No lo crea. Una se acostumbra a moverse como una autómata, se puede pensar en cualquier cosa, escuchar música y carece de responsabilidades.
- Mirándolo así... - se interrumpió para añadir seguidamente -: Es usted una mujer muy positiva.
El ascensor llegó al último piso produciendo una brusca sacudida.
Julia contempló al indeciso grandullón en el centro del pasillo. Tenía los ojillos muy pequeños, azules y muy juntos. Cara de grillo. Moreno, con el pelo ensortijado, un poco largo para su edad. De labios sonrosados, dibujando una pequeña línea en la cara regordeta. Rondaría los cuarenta y tantos. Todo en su rostro era diminuto, contrastando con la inmensidad del fulano. Las mejillas rollizas, la papada colgante, la ausencia de cuello y la barbilla recia le daban cierto aspecto bonancible, sonreía con frecuencia, exhibiendo una perfecta y envidiable dentadura. Boqueaba como un pez falto de oxígeno fuera de la pecera. Rezumaba por todos los poros. A Julia le producía una mezcla de compasión y repulsión. Sin embargo, la mirada fría le confería un semblante casi terrorífico.
- La oficina del señor Iturralde es la del fondo a la derecha - señaló la limpiadora.
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Dos horas después seguía lloviendo con intensidad. Los truenos y los relámpagos volvieron a hacer acto de presencia. Se fue la luz y el silencio se instaló en el edificio.
Julia caminó a tentón, palpando las paredes del pasillo del segundo piso, tratando de encontrar la escalera que parecía haber desaparecido repentinamente. Avanzó con sigilo hasta encontrar el barandado, al que se aferró, sintiendo una tenue alegría. Descendió un piso.
"Un poco más y llegarás al vestíbulo" - se alentó. Nunca pensó en que llegaría el día de echar en falta a Valverde. Ahora le necesitaba.
Escuchó voces al final del pasillo. Se sobresaltó al reconocer la voz del voluminoso hombre que dejó en el cuarto piso hacia unas horas.
"¿Qué hacía en la primera planta?" - se preguntó, tratando de reconocer la otra voz. Parecía venir de la primera oficina, la que llevaba meses vacía. Olvidó el descenso y siguió su instinto. Se acercó, moviéndose muy despacio hacia allí.
- He encontrado a la chica. Trabaja en este edificio. Es la de la limpieza - escuchó que decía con serenidad el grandullón.
A Julia se le aceleró el pulso y notó que el corazón buscaba acoplo en su garganta.
- "¿A qué se refería el tipo? - se preguntó temblando.
Las palabras pronunciadas por una voz ronca y desconocida, le obligaron a retroceder rápidamente, sin ser consciente de dónde ponía los pies.
- ¿Has pensado en que método utilizarás para eliminarla?
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"Lo qué faltaba! Ahora tormenta y yo sin paraguas. Esto no estaba anunciado" - pensó Julia.
Enfiló despacio por General Álava, dejándose envolver por el asfixiante calor. Como cada vez que acudía a la consulta del dentista, se sentía invadida por un gran malestar. Se le revolvía el estómago, tenía mareos, ganas de vomitar.
Al paso del tranvía, una sucesión de truenos y relámpagos espeluznantes, le obligaron a acelerar el paso. Las primeras gotas, tremendas y ágiles, besaron el asfalto caliente. Los transeúntes se refugiaron bajo las cornisas. Un relámpago clareó el ceniciento cielo y el trueno estalló de inmediato.
Julia se refugió en Carrefour. Sintió la boca dormida, la lengua gorda, como si fuera una bola gigante de goma. Con disimulo se sacó el algodón que le taponaba el hueco de la muela que le habían extirpado. Comprobó que apenas estaba manchado de sangre. Lo envolvió con delicadeza en un clines y lo escondió en el bolsillo del pantalón. Se palpó el labio con suavidad. Tuvo la impresión de tenerlo hinchado, sintió vergüenza, ¿qué pensaría la gente?
"No seas tonta, Julia - se dijo a sí misma - ¿Qué quieres que piensen? Nadie ha reparado en ti. Todos están pendientes de la tromba que está cayendo"
Rebuscó en el bolso con manos nerviosas el móvil. Dio con el contacto del trabajo.
- Edificio HANDIKO - le respondió el conserje de mala gana después de un rato interminable.
- Valverde, me ha pillado la tormenta - anunció Julia, con la garganta rasposa como si se hubiera tragado un estropajo, sin pronunciar bien o así se lo pareció y limpiándose con un clines un hilillo de baba que descendía descarado por su barbilla.
- No te preocupes, Julita guapa. Todos se han marchado ya. Me has pillado achicando el agua que ha entrado en el vestíbulo.
, Le pareció una amenaza tener que pasar el temporal con la única compañía del siniestro conserje. Tal vez estuviera redimido pero a juicio de Julia, un asesino no dejaba de serlo por mucho que hubiera cumplido su condena: veinte años de cárcel. Apuñaló a un hombre a sangre fría a los veintitrés años. Llevaba casi un año ejerciendo labores de conserje en el HANDIKO. Traspasando diariamente la misma puerta principal que abogados, notarios, asesores, consultores o arquitectos; casi un año codeándose con personas leídas y estudiadas, que le trataban con respeto y educación y le llamaban por el apellido, "Valverde, ¿puede usted traerme esto?"... "Valverde, llévese aquello, por favor"... "Muchas gracias, es usted muy amable, Valverde"... Sin embargo a ella, que era una mujer honrada de los pies a la cabeza y que jamás se le había pasado por la imaginación cargarse a nadie, le trataban a zapatazo, le tomaban por el pito de un sereno, jamás le daban las gracias por nada y se dirigían a ella con desfachatez: "Julita, rica, te has olvidado de quitar el polvo en mi despacho", "Anda, guapa, barre corriendo, que es para hoy", "Oye, bonita, que se ha acabado el papel higiénico y no te enteras, que vete a saber en qué estás pensando"... Rita, la de la cafetería del bajo, que era también estudiada pero con mala suerte y sin apellido importante y no tenía más remedio que conformarse con ser camarera, decía que esa diferencia en el trato se debía a una idea machista y que también cabía la posibilidad de que tuvieran temor de que a Valverde se le cruzasen los cables y volviera a las antiguas prácticas y se cargará a algún bocazas de aquellos.
- ¿Quién va a tener los santos huevos de tratar a Valverde de cualquier manera? - aseguraba Rita con frecuencia -. Es pura supervivencia y una manera de evitar que se convierta en un asesino en serie.
Quince minutos después, abandonó el confortable refugio. El aguacero le acompañó el resto del camino. Una vez más a contracorriente, parecía ser su sino. El agua descendía cuesta abajo por la calle Fueros, mientras ella sorteaba los charcos cuesta arriba. Llegó al trabajo calada y a pesar del calor, con sensación de frescura.
El HANDIKO, visto desde la acera de enfrente, se veía majestuoso con sus cuatro plantas, dominando las esquinas de San Francisco con Nueva Fuera y por el otro lado con la Nueva Dentro. Aunque era de moderna construcción, se habían respetado las dos escaleras, que partían hacía un lado y a otro, una vez dentro del portal. La escalera de la derecha daba paso a las viviendas y la de la izquierda a las oficinas.
Rita circundó la barra y le salió al paso.
- ¿Qué tal te ha ido? ¿Te tomas algo?
- No, entro ya, mira qué hora es ya. Me duele casi más que antes, tengo revuelto el estómago y estoy como una sopa -. Luego hablamos.
Entró en el vestíbulo. Un Valverde sudoroso se debatía con el balde y la fregona.
- Buenas tardes, Julita. ¡Vaya cómo vienes de agua! ¡Quítate la ropa que vas a coger un pelo! Puedo dejarte una camisa y como tienes las piernas preciosas... - invitó, deslizando una sonrisa jocosa.
"¡Qué más quisieras!" - pensó Julia dirigiéndose al ascensor, con las sandalias encharcadas y sonriendo a Valverde.
- Lo digo por tu bien, guapa - insistió desapareciendo por una puerta lateral.
Un hombre enorme le alcanzó junto al ascensor.
- Buenas tardes - saludó sacudiéndose la americana empapada.
Julia dio un respingo y miró al hombre de refilón. Con la americana pegada al corpachón, parecía aún más grande.
- No hay nadie en las oficinas - trató de mantener la calma -. El otro ascensor es para las viviendas. Tal vez...
- Me esperan en el cuarto piso - interrumpió el gigante con brusquedad. Consultó una agenda y añadió con una mueca que se asemejaba a una sonrisa -: en la oficina del señor Iturralde.
Julia frunció el ceño. Se trataba del último inquilino, un desconocido para todos, incluso para Valverde, que para enterarse de la vida y milagros de todo bicho viviente, era altamente eficaz. En el caso del extraño señor Iturralde, no se conocía ni siquiera a qué se dedicaba.
- La úlcera no me da tregua - dijo cuando el ascensor llegó a la planta baja.
La muchacha se obligó a sonreír. Una vez en el interior de la cabina, observó con disimulo a su acompañante por el espejo. Jadeaba con ansiedad, se acariciaba continuamente la prominente barriga y hacía gestos de dolor, obligando a Julia a empotrarse en el pequeño cubículo.
- Yo también voy al cuarto - anunció. El ascensor comenzó a elevarse.
- ¿Trabaja usted en alguna de sus oficinas? - se interesó el de la úlcera.
- En todas ellas - contestó la muchacha sin entusiasmo -. Soy la limpiadora.
- ¡Qué lástima! Quiero decir que será un trabajo desagradable.
- No lo crea. Una se acostumbra a moverse como una autómata, se puede pensar en cualquier cosa, escuchar música y carece de responsabilidades.
- Mirándolo así... - se interrumpió para añadir seguidamente -: Es usted una mujer muy positiva.
El ascensor llegó al último piso produciendo una brusca sacudida.
Julia contempló al indeciso grandullón en el centro del pasillo. Tenía los ojillos muy pequeños, azules y muy juntos. Cara de grillo. Moreno, con el pelo ensortijado, un poco largo para su edad. De labios sonrosados, dibujando una pequeña línea en la cara regordeta. Rondaría los cuarenta y tantos. Todo en su rostro era diminuto, contrastando con la inmensidad del fulano. Las mejillas rollizas, la papada colgante, la ausencia de cuello y la barbilla recia le daban cierto aspecto bonancible, sonreía con frecuencia, exhibiendo una perfecta y envidiable dentadura. Boqueaba como un pez falto de oxígeno fuera de la pecera. Rezumaba por todos los poros. A Julia le producía una mezcla de compasión y repulsión. Sin embargo, la mirada fría le confería un semblante casi terrorífico.
- La oficina del señor Iturralde es la del fondo a la derecha - señaló la limpiadora.
............................................................................................
Dos horas después seguía lloviendo con intensidad. Los truenos y los relámpagos volvieron a hacer acto de presencia. Se fue la luz y el silencio se instaló en el edificio.
Julia caminó a tentón, palpando las paredes del pasillo del segundo piso, tratando de encontrar la escalera que parecía haber desaparecido repentinamente. Avanzó con sigilo hasta encontrar el barandado, al que se aferró, sintiendo una tenue alegría. Descendió un piso.
"Un poco más y llegarás al vestíbulo" - se alentó. Nunca pensó en que llegaría el día de echar en falta a Valverde. Ahora le necesitaba.
Escuchó voces al final del pasillo. Se sobresaltó al reconocer la voz del voluminoso hombre que dejó en el cuarto piso hacia unas horas.
"¿Qué hacía en la primera planta?" - se preguntó, tratando de reconocer la otra voz. Parecía venir de la primera oficina, la que llevaba meses vacía. Olvidó el descenso y siguió su instinto. Se acercó, moviéndose muy despacio hacia allí.
- He encontrado a la chica. Trabaja en este edificio. Es la de la limpieza - escuchó que decía con serenidad el grandullón.
A Julia se le aceleró el pulso y notó que el corazón buscaba acoplo en su garganta.
- "¿A qué se refería el tipo? - se preguntó temblando.
Las palabras pronunciadas por una voz ronca y desconocida, le obligaron a retroceder rápidamente, sin ser consciente de dónde ponía los pies.
- ¿Has pensado en que método utilizarás para eliminarla?
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